Fue en 1445 cuando el veneciano Alvise da Mosto descubrió el primer faro de Canarias, un fenomenal hito luminoso que desde los tiempos de Juba II, contemporáneo a Cristo, sirvió de referencia e imán para todo aquel capaz de adentrarse en las tinieblas del entonces océano del fin del mundo.

Aquella farola, según "marineros dignos de fe", era visible desde 70 "millas españolas", el triple de distancia que cualquier faro moderno, "pues hay un pico, en forma de diamante, que es altísimo y que arde continuamente". Alvise da Mosto había dado con el Teide, al que por siglos se tuvo como la montaña más alta del mundo y que sin quererlo delataba la presencia del Archipiélago con mayor facilidad que cualquier otro sistema insular del planeta.

La navegación, casi hasta antes de ayer, a brújula y sextante, se convertía en un ejercicio de puro avistamiento, de tantear las bajas y rocallas marinas, de adivinar corrientes y volear el escandallo para sondar los fondos y calcular los calados para no naufragar en un marisco intempestivo.

El mejor sistema de seguridad del navío se encontraba allá arriba, en la cofa del vigía, en lo alto del palo donde por turnos los marineros se jugaban el honor de pasar a la historia anunciando tierra a la vista, el grito que hizo célebre a Rodrigo de Triana en la madrugada del 12 de octubre de 1492 a bordo de la Pinta.

Aquella isla de Guanahani, que el Descubridor bautizó como San Salvador, evidentemente no tenía faro, como igual ocurriría en Canarias durante cientos de años después, concretamente hasta mitad del siglo XIX, cuando con su magia, sus hinópticos y potentes juegos de luces en redondo y sus valientes emplazamientos entran casi de golpe en el imaginario popular.

Cuando el arquitecto francés Henry Leapaute construyó el faro que se encendió por primera vez un fin de año de 1863 en la banda sur del puerto de Santa Cruz de Tenerife, que era el segundo del Archipiélago si se cuenta una señal luminosa de menor enjundia colocada poco antes en el mismo recinto portuario, nunca imaginó que había dado título y letra a una de las isas más populares de todos los tiempos: La farola del mar, en cuyo estribillo se ´acusaba´ al artefacto de no dar luz una noche por falta de gas, un error de bulto dado que el chisme en su origen ´carburaba´ con puro aceite vegetal.

De esa forma Canarias entraba poco a poco en el mar iluminado, pero lo hacía con un retraso de quince siglos con respecto a la que aún hoy se considera una de las siete maravillas del catálogo de Antípatro de Sidón: el Faro de Alejandría.

La Farola del Mar santacrucera abría así el programa de infraestructuras del Gobierno de España de 1856 que llevaba el ilustrativo título de Plan de Alumbramiento de las Islas Canarias, que da a luz una veintena de enormes balizas desplegadas por el salitre de todo el Archipiélago, incluidos los islotes de Alegranza y Lobos, por donde cuyo navegar a ciegas era todo un ejercicio de valentía, que a veces rayaba lo suicida.

Sobre todo en el canal entre Lanzarote y Fuerteventura, que forma el estrecho de la Bocayna. Allí se erige, en la costa sur conejera el antiguo faro de Pechiguera, hoy declarado Monumento Nacional y diseñado por Juan de León del Castillo, que se convertirá durante ese periodo en el padre de siete grandes luminarias, algunas de ellas verdaderos iconos del paisaje del Archipiélago, como la de Maspalomas, que dio su primera luz el 1 de febrero de 1890.

Son en total, si no se cuentan las balizas portuarias sin edificio habitacional, 27 faros en el Archipiélago, desde la preciosa y mítica linterna de Punta Orchilla de El Hierro, donde el geógrafo y matemático Claudio Ptolomeo ubicó en el siglo II el meridiano 0, hasta el citado de La Alegranza, el más próximo al continente africano.

Y es justo en este último donde se ejemplifica ahora la posible nueva era de los grandes faros de Canarias, gracias a una reforma de ley que abre estas instalaciones a un uso alternativo, bien como pequeños hoteles o, como en el caso de La Alegranza, como sede de organizaciones medioambientales. La Autoridad Portuaria de Las Palmas afirma que trabaja para atender la solicitud de la Estación Biológica de Doñana, que depende del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. La solitaria torre se convertiría así en una privilegiada estación de seguimiento permanente del Parque Natural del Archipiélago Chinijo y de la Reserva Integral de Los Islotes.

Otros dos faros de Lanzarote han recibido también propuestas de empresas hoteleras por ubicar sendos establecimientos alojativos, una de ellas en firme para el Faro de Punta Pechiguera, mientras que el Faro de Arinaga, que ha sido restaurado en 2011 acogiendo en él las instalaciones de un restaurante, sale a concurso para entrar en funcionamiento, si bien los dos intentos anteriores no han dado resultados. Un cuarto faro de la provincia de Las Palmas, el de Maspalomas, espera que haga realidad el proyecto del Cabildo de Gran Canaria para ofrecer los servicios de un museo etnográfico.

Todo ello mientras siguen alumbrando noche tras noche millas adentro en el mar, aunque ya sin la figura del farero, que atesora en la historia de las linternas de mar en Canarias episodios tan sustanciosos como las propias infraestructuras y la odisea de sus construcciones. Desde los años 80 y 90 toda la red nacional se fue automatizando, dejando atrás una buena parte del romanticismo y su halo de leyenda, quizá recuperables en un futuro si al final se lograra reanimar sus imbatibles torres.