En Fez el Bali atravesé callejones más estrechos que un brazo, me perdí en la medina y, de repente, un olor embriagador me transportó al séptimo cielo. Fue, además, tonificante después de haber sufrido minutos antes el tufo de las aguas fecales bajando por los canalillos de un laberinto insalubre. Fez el Bali, amurallado como si se tratara de una fortaleza, absorbe en un momento las energías de los visitantes extranjeros, de los turistas que se pierden por sus sinuosas callejuelas de mierda y tienen que echarse un lado por el trote de los burros. Las calles, como sucede en cualquier otra medina, están llenas de tiendas que venden especias, hierbas de todo tipo, perfumes, objetos de metal, telas y cerámicas. El tinte del cuero es otro de los olores penetrantes de esa atmósfera peculiar. Los patios decorados con maderas labradas se abren como una especie de tabla de salvación a la que quisiera uno agarrarse en medio del feroz bullicio.

Halal significa lícito o permitido en árabe. Se trata de un término que se aplica a los alimentos respetuosos con la ley dietética islámica. Lo opuesto a halal es haram, que quiere decir exactamente lo contrario. La mañana que me adentré por primera vez en el dédalo de callejuelas de Fez el Bali y me detuve delante de una de las carnicerías con las cabezas de cordero expuestas en los mostradores no supe encontrar la diferencia entre lo autorizado y lo que debería estar prohibido por la dietética religiosa, quizás por la higiene alimentaria.

Harira.Sin embargo no renuncié a comer, incluso en aquel momento tenía la experiencia suficiente como para sobreponerme a las contrariedades nativas en asuntos relacionados con la alimentación, entré en uno de los restaurantes que consideré más agradables, con un patio y un chorro relajante de agua, y pedí harira, la sopa con que los musulmanes hambrientos suelen romper el ayuno del Ramadán. Luego me trajeron una pastela deliciosa de paloma entre dulce y salada, con capas de hojaldre rellenas de láminas de carne, intercaladas con pasta de almendra y el aroma persistente de la canela. Conozco el mechui (cordero asado en horno de tierra), los tajines, el cuscús, las keftas (albóndigas de cordero), algunas hortalizas que gozan de rango especial como son las berenjenas, y tres o cuatro cosas más de una cocina en la que fácilmente uno puede encontrar mucho más de lo que espera. Y, como es natural, también mucho menos, en función de lo acertado que se pueda estar en la elección del lugar para comer.

En Marruecos, la verdad, jamás me ha pasado nada malo comiendo. Ni en el resto del Magreb. En Fez, en Marrakech, en Tánger, en la vieja Mogador, ni en la desconcertante Casablanca. Me gusta, por ejemplo, el cuscús, hasta el punto de haberme familiarizado con él. Es un tipo de grano con una curiosa historia tras de sí. El alcuzcuz llegó inicialmente a Francia después de la conquista de Argelia, de la mano de un corresponsal de guerra que acompañaba al cuerpo expedicionario comandado por el mariscal de Bourmont. A este hombre llamado Jean-Toussaint Merle, autor teatral e historiador, se le debe también la versión francesa del arroz con leche que se conoció como arroz Toussaint y, que por desconocimiento del origen de su autoría, pasó a ser tradición el día 1 de noviembre de Todos los Santos, una costumbre que se mantuvo hasta poco después de la Primera Guerra Mundial.

Toda África. Ni qué decir tiene que Toussaint Merle, que divulgó el cuscús y adaptó el arroz con leche, murió en el olvido gastronómico de un país tan soberbio en gastronomía como es Francia. La palabra original alcuzcuz proviene del vocablo beréber al kuskus o, es posible también, de una desviación fonética de los términos koskos, koskosú y kuskús, empleados en diferentes regiones de África para designar un recipiente de arcilla provisto de agujeros, que se adapta a la boca de la marmita de agua y caldo, donde se cuece la sémola al vapor. Hay quienes sostienen que se trata simplemente de una onomatopeya, ya que al pronunciar el vocablo se imita el ruido del vapor de la ebullición de los grumos.

El alcuzcuz es el plato nacional de Marruecos, pero también de Argelia y Túnez. En el primero de estos lugares se sirve acompañando o después de los tajines (populares guisos de carne, verduras o pescado), y en Argelia del mechui. Con los granos de sémola cocida se hacen unas pequeñas bolas y con la mano, la derecha, ya que la izquierda se emplea en otras rutinas del vientre, se llevan a la boca. Cada vez que pienso en ello me viene a la memoria la zozobra de James Stewart en el restaurante marroquí de El hombre que sabía demasiado, aquel inquietante thriller de Hitchcock de los años cincuenta.

También se comen con la mano los buñuelos de garbanzo de Emil, de una receta de un imaginativo librito publicado hace ya unos años con las notas de cocina del Rick´s Café de Casablanca. Ya cocidos, los garbanzos se trituran en la batidora o bien con el tercer brazo. Se les agrega un huevo batido en la proporción justa de las legumbres que se van a utilizar una mrzcla de especias, consistente en unas cucharaditas mínimas de canela, cúrcuma, comino, cilantro, pimienta, nuez moscada, todo ello molido, y unas hebras de azafrán. Se moldea dicha mezcla con las manos enharinadas. Los buñuelos se ponen en una bandeja, cubiertos, a refrigerar. Se fríen después en aceite caliente hasta que doren. Espolvoreados de pimienta y con una salsa de yogur a la menta, que se hace con yogur desnatado, una cucharada de miel y hojas de menta fresca picadas, son una solución magnífica para un aperitivo o un acompañamiento.