Cogí a un chico que hacía autoestop a la salida de la autopista. Al poco, pasamos por un sitio donde había un cartel con la expresión "Paisaje pintoresco". El chico me preguntó qué quería decir. Le expliqué que un paisaje pintoresco era aquél que tenía cualidades plásticas y detuve el coche para que lo comprobara. Estuvo un rato observándolo con expresión perpleja. Al cabo, mientras regresábamos al coche, dijo que él tenía un amigo pintoresco.

- O eso dicen de él -añadió.

Le expliqué entonces que el término pintoresco, aplicado a las personas, significaba estrafalario, raro, chocante, lo que pareció ofenderle, como si yo hubiera dudado de su competencia lingüística. Entonces aseguró que se sabía todos los adverbios.

- Pregúnteme -dijo.

- No hace falta, te creo.

- Pero pregúnteme, ya verá.

- Está bien, dime un adverbio de tiempo.

- Hoy, mañana, después, entonces, jamás, luego, nunca, tarde, siempre, todavía, ya.

Me asuntó un poco porque los recitó de un modo algo febril, como si declamara un poema de San Juan de la Cruz. A ver si he cogido a un loco, me dije observándole de reojo, sin perder de vista el paisaje pintoresco a través del que se deslizaba el automóvil.

- Pregunte más -dijo.

- No hace falta -señalé yo-. Precisamente los adverbios que más me gustan son los de tiempo. Y te los sabes muy bien.

- Pero póngame a prueba, por favor.

No me atreví a contradecirle, así que le pregunté por los de modo.

- Bien, mal, casi, como, despacio, rápido, lento, deprisa -disparó antes de que me hubiera dado tiempo a terminar.

Estuvimos un rato jugando a los adverbios de un modo, me parecía a mí, algo siniestro, como se juega al parchís los domingos por la tarde. Precisamente, era domingo y comenzaba a oscurecer, lo que me sumió en ideas suicidas. La manía del muchacho con los adverbios me trajo a la memoria a un profesor de lengua del bachillerato que estaba completamente loco. Nos ponía unos ejercicios consistentes en detectar la presencia de adverbios en unos textos larguísimos y absurdos que él mismo escribía. Teníamos que avanzar entre las palabras como un cazador entre los árboles, con la escopeta (el bolígrafo) preparada para disparar ante la presencia de esa figura gramatical.

El chico me dijo que había compuesto una canción en la que sólo había adverbios. Le confesé que yo, debido a un trauma infantil, odiaba los adverbios, por lo que le rogaba que no me la cantara.

- Le diré la letra nada más, sin música.

Convencido de que había cogido a un psicópata, le dije que bueno, que la letra nada más, cuyo estribillo repitió tantas veces que me lo aprendí de memoria. Decía así: "Ayer cuando jamás nunca primero, fuera abajo delante, nada cuanto mitad, lento tampoco". La ejecutaba con tal pasión que parecía un himno, un himno absurdo, desde luego, pero cuál no lo es. Cuando mi desasosiego o mi pánico estaban a punto de alcanzar un grado insoportable, entramos en un banco de niebla que me obligó a poner los cinco sentidos al servicio de la conducción. Por un lado, fue bueno, porque me olvidé momentáneamente del chico (un susto se cura con otro mayor), pero por otro hizo que se agravara el sentimiento de irrealidad. Aquello no podía estar ocurriendo.

Cuando se cansó de cantar, me informó de que había escrito un cuento en el que los personajes tenían nombres de adverbios. Esta vez no me atreví a decirle que no me lo contara. Trataba de una familia en la que el padre se llamaba Simplemente; la madre, Verdaderamente; y, el hijo, Despacio. El señor Simplemente y la señora Verdaderamente tenían unas discusiones delirantes acerca de Despacio, que se había enamorado de una joven llamada Cobardemente. Dado que los nombres de los personajes se confundían con sus funciones gramaticales, había que prestar una atención desmesurada para seguir la trama, que por otra parte no tenía ningún interés. De repente, en medio la niebla, apareció una gasolinera donde abandoné al chico mientras se encontraba en el servicio. A los dos días, vi su foto en el periódico. Había sido asesinado cruelmente por alguien que lo había cogido en autoestop. No me alegré de que lo mataran, pero me pareció normal que lo hicieran cruelmente.