Hay muchos lectores de los diarios digitales que se quejan de la censura. "Ustedes no dejan pasar todas las opiniones; no son demócratas". Esta confusión de la gimnasia con la magnesia es muy habitual entre los que no consiguen que sus insultos y exabruptos vean la luz en los foros. Porque no se trata de opiniones, se trata, por lo general, de injurias, calumnias, amenazas, chantajes, rumores infundados, revanchas, envidias...

En la red de redes y al amparo del anonimato y la impunidad se pueden cometer auténticas barbaridades democráticas. Gracias a los cortafuegos que ponen los periódicos serios -no hablamos de muchos subproductos piratas donde hay energúmenos que vomitan su odio adobado con un enciclopédico desconocimiento- se respetan los derechos fundamentales de los ciudadanos, esos que son inalienables y que ni siquiera pueden ser ninguneados por el también derecho fundamental de información y opinión. Porque ni la Constitución ni las doctrinas del TC y del TS reconocen el derecho al vituperio y a la afrenta gratuita. La crítica es una cosa y la agresión verbal o escrita, es otra.

La veracidad, que protege al periodista cuando informa sobre actividades políticas o de dimensión pública, deshonestas, poco o nada éticas, o escándalos confirmados o presuntos de corrupción o tráfico de influencias, etcétera, no se encuentra en las ofensas infundadas y en el lenguaje barriobajero que suele emplearse desde la seguridad de que al que injuria, ofende y agravia, no le va a pasar nada, porque nadie le conoce.

Las 'cartas al director' de las ediciones impresas son el equivalente a los foros digitales. Pero las 'cartas al director' han de venir acompañadas de datos ciertos del remitente, nombre y apellidos, dirección, un teléfono de contacto y el carné de identidad; es lo que exigen las leyes para la oportuna identificación en caso de que algunos de los remitentes pueda incurrir en delito o falta. Con estos requisitos, perdido el anonimato, tras el que se esconden muchos cobardes y resentidos, se produce una primera criba. Después entran en acción los encargados de revisar estos textos, para que se respeten las leyes y los derechos de las demás personas. No se trata de una censura sino, en todo caso, de la defensa de los derechos constitucionales que protegen a todos, a los ciudadanos y a las instituciones. Y se trata también de aplicar con una técnica profesional las reglas que permitan el juego limpio.

En ocasiones los lectores envían textos criticando a alcaldes o concejales, con mucha razón, o descalificando a los abertzales y a ETA, y piden "por razones obvias" que no se publique su nombre sino que sus envíos vayan firmados con un seudónimo, algo que no permiten las normas la inmensa mayoría de medios de comunicación, más que en casos justificadísimos en que testigos directos o personas clave para entender una situación, explicar un atentado, no puedan ser víctimas de represalias. Suelo contestarles que esas mismas "razones obvias" pueden ser contradictorias con sus deseos. Si los periodistas firmamos todo lo que escribimos, y no nos escondemos tras alias ditirámbicos para despistar, todo el mundo puede, y debe, hacer lo mismo. Es un peaje que hay que pagar. Escribir, de lo que sea, implica un riesgo. Puede que un vecino te retire el saludo; que un agricultor se ofenda si defiendes al plátano en lugar de al tomate.

No hay dos Constituciones ni dos tipos de sentencias de los diversos tribunales: unas, que afecten a la generalidad de los medios, y otras a los digitales o a las radios y televisiones ilegales en manos de gamberros de la palabra y profetas del resentimiento y del 99 piper. La ley es igual para todos. Y todas las personas 'de a pie' tienen idéntico derecho al respeto a su honor, a su intimidad, a que se informe con veracidad, que es un método y un estado de ánimo.

Los periodistas tenemos, a este respecto, una doble función. Por una parte debemos informar, opinar y criticar, conforme a los valores y a las exigencias constitucionales, perfectamente expresadas a través de una sólida y amplia jurisprudencia que nos convierte en uno de los países más adelantados en la materia; y por otro lado, debemos ser vigilantes y defensores de los derechos fundamentales de la generalidad de la ciudadanía. Lo cual no tiene nada que ver con la crítica a los políticos, cuando se considere que se producen actitudes que pueden no ser ilegales, pero que son inadmisibles desde la ética de las democracias modernas, mucho más exigentes en estos aspectos que las de hace medio siglo.

Algunas autoridades y representaciones se sentirán aludidas por estos argumentos, y dirán que sus derechos no son defendidos como aquí se mantiene. Pero podemos estar ante cortinas de humo que desvían la atención aprovechando decisiones puntuales sacadas de contexto, o extravagancias judiciales, cuando estamos ante comportamientos "que no son normales", como diría la Fiscalía Superior. En esta democracia cada vez más europea, pero con esfuerzo y altibajos por la rémora del franquismo social que contamina a ciertos sectores y poderes fácticos no reformados, tenemos que tender a que todos los comportamientos de los políticos y de los empresarios que se relacionen con la actividad pública sean "normales", y que no repugnen o sorprendan al sentido común de la gente corriente.