Si les contáramos a nuestros jóvenes actuales que hubo un tiempo en el que muchos poetas eran encarcelados por llenar de palabras sus hojas en blanco, quizá todo les sonara a un ejercicio de recordación anacrónica. Lo cierto es que ese tiempo está ahí mismo y el martes pasado murió uno de los hombres de letras que fueron a parar a las mazmorras franquistas por empeñarse en escribir en contra de lo prescrito por los torpes censores de entonces, con los que nuestro hombre en cuestión se dio de bruces en demasiadas ocasiones, aunque no dejó de dedicarles poemas donde puso a prueba su valentía intelectual: «De nada servirá tu triste nombre de asno viudo, / ni tu espesa bilis sobre el campo de la palabra, ni tu envidia / de extraño pájaro famélico sobre estas ruinas de mi pueblo». [del poema «El censor», 1948]

La memoria histórica guerracivilista española no está sólo bajo tierra; por las calles caminan víctimas a las que todavía nos queda por restituir la dignidad que en su día les fue arrebatada en un país sitiado por el hostigamiento y la intolerancia.

Hace algunos días, el profesor y crítico grancanario Antonio Becerra tuvo la amabilidad de mandarme un sms no por esperado menos entristecedor: «Falleció José María Millares».

En esos momentos tenía en mis manos un libro que leo con fervor: Héroes. Los grandes personajes del imaginario de nuestra literatura, del profesor canadiense Bruce Meyer, y no sé por qué, aunque razones suficientes existen, vinculé de inmediato la vida de José María Millares con ese tipo de hombres notables que son emanaciones de todo lo que valoramos y de todo cuanto encontramos ejemplar en el itinerario de una persona.

¿Fue, además de un poeta diferenciado del siglo XX, un héroe José María Millares?

Guardo con esmero, en los archivos de mi ordenador, una entrevista de Antonio García Yedra a José María Millares que contiene algunas respuestas de nuestro autor que bien podrían valer como la prueba evidente de un comportamiento heroico. Dice allí José María Millares: "En la época de Planas, en octubre del 51 (nunca me puedo olvidar de esa fecha), yo vivía con mis padres en Los Lentiscos en un chalé muy pequeño, y allí me fue a detener la policía a eso de las doce de la noche. Se desplazó de Madrid una brigadilla. Entonces era inspector Roberto Conesa, muy conocido por su manera de interrogar. Un hombre muy cruel y sádico que hizo su aprendizaje con los nazis, con golpes dados en determinadas partes del cuerpo para causar más dolor. A mí me cogieron con otros, y fui el único incomunicado, no sé por qué. Por lo visto mi rostro no le gustaba, porque cuando íbamos en el coche celular de entrada el tal Conesa viene y me dice "¡qué cojones tienes!" Yo no había abierto la boca. Ya en la comida empezaron los golpes y me tuvieron tres días encerrado. Después me pasaron a otra comisaría que era peor, que estaba debajo del nivel del mar. Había tres celdas: dos daban a un patio y la otra estaba al final de un pasillo, que fue donde me metieron a mí. Allí no se veía nada de nada. Entré a ciegas hasta que llegué a un banco de cemento adosado a la pared, donde me senté. No recuerdo nada de cuando dormí o hice las necesidades... Así me tuvieron seis días, en los que no me dieron comida ni agua. Cuando me trasladaron a la cárcel fue como si me llevaran al cielo. Yo pensé que de allí no iba a salir. Después, la censura recibió órdenes de que tanto a mi hermano Agustín como a mí no nos aceptaran nada. Eso no quiere decir que dejáramos de escribir. Creo que escribí todavía más".

Todo eso lo cuenta José María Millares en 1999 a su hábil entrevistador con la humildad que caracterizaba todos sus actos, incluso los de sentirse víctima de un régimen fascista como el que le tocó sortear en su tiempo.

Y en cuanto a seguir escribiendo "todavía más" después de su captura, hemos de continuar el hilo de su relato, porque no tiene desperdicio alguno: "En ese tiempo hice una colección mecanografiada clandestina, yo mismo la cosía y la pasaba hoja por hoja con papel barba. En ese tiempo no existía la fotocopia. Hacía diez ejemplares de unas veinte páginas. Cada ejemplar dedicado a un determinado poeta: Celaya, Hierro, Leopoldo de Luis... Todos estaban entusiasmados con aquella colección?"

En el libro de Bruce Meyer mencionado antes, me encontré con una referencia al poeta romántico inglés William Wordsworth donde éste definía al poeta como "un hombre que habla a los hombres". Un poeta es un hombre que habla a los hombres, dotado de una sensibilidad más viva, de más entusiasmo y de una mayor ternura que la del resto, y que tiene, además, un conocimiento superior de la naturaleza humana y un alma más grande de lo que es normal entre el género humano.

A José María Millares le tocó librar batallas que estaban más allá de la censura política y cultural que sufrió. Entre ellas, encontrar su propio perfil creativo entre las sombras alargadas de sus dos hermanos más próximos: el gran pintor Manolo Millares, y el poeta social y casi titánico Agustín Millares. En segundo lugar, desmarcarse, con el coraje que lo hizo, de la poesía comprometida de la que él mismo participó en 1947, año de la publicación de la Antología cercada, en Las Palmas de Gran Canaria, y emprender un nuevo vuelo estético que él supo decidir sin rubor en la publicación de su libro Liverpool en 1949. Y, en tercer lugar, continuar sin descanso su singular obra poética, incluso en contra de las inoportunidades editoriales y de la pobreza cultural de muchos de los años que le tocó vivir.

En marzo de 2009, el jurado nombrado al efecto para otorgar los Premios Canarias concedió a José María Millares el de Literatura. Confieso que voté por Millares a pesar de que otros aspirantes a ese galardón presentaban méritos suficientes para ser merecedores de él. Voté a Millares porque conocía su obra y su bondad y porque lo había oído leer recientemente (el 14 de diciembre de 2007), en la Casa de Colón de Vegueta, el discurso de ingreso como miembro honorario de la Academia Canaria de la Lengua. Todos los asistentes a ese acto pensábamos que Millares delegaría en otra persona la lectura del texto redactado a tal efecto, pero todos, igualmente, nos asombramos cuando se presentó en la tarima y, sacando fuerzas de unos pulmones que ya se le resistían, nos dio una lección de cuál es el oficio del poeta: la de saber dónde está la libertad, la estética y la ética, y la de ir en su búsqueda, caiga quien caiga.

En ese diciembre de 2007, ya José María estaba tocado de la muerte que ahora le ha llegado, pero todo eso lo afrontaba con una sonrisa apacible y condescendiente. Él ya sabía dónde estaba el final, pero las victorias sobre el lenguaje que enfrentó para hacer su indelegable obra y sobre los que se lo impidieron durante décadas eran ya suficientes. La heroicidad estaba probada y ya se podía ir de este mundo con la satisfacción del deber cumplido.