Para los que vivimos la educación universitaria aderezada con salsa franquista, el saborear ahora el mundo académico impregnado de salsa boloñesa puede ser un atractivo. Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos. Para bien o para mal.

La Europa que se negó en 2004 a la integración política en Lisboa fue capaz de apostar cinco años antes, en 1999, por la integración de los estudios superiores en la ciudad italiana de Bolonia. ¿Fue un acierto esto último? ¿Fue un desacierto?

¿Se ha adelantado la educación europea a la mera política europea? ¿Juegan con sinceridad los países firmantes de la Declaración de Bolonia? ¿Existen hoy escépticos ante ese proceso de convergencia? ¿Se puede emprender una renovación profunda de la universidad europea sin ficha financiera, como ocurre, por lo menos, en el seno de la universidad española? ¿Nos quedaremos sólo con una terminología tecnouniversitaria para que todo cambie pero todo siga siendo igual, como proponía el pérfido Tancredi Falconeri, el sobrino del Príncipe de Salina, el protagonista de El gatopardo, la gran novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa?

¿Se acaba la universidad orientada a la formación del hombre culto occidental y comienza una solapada y pedestre mercantilización de las titulaciones superiores?

Parece concluido aquel espíritu universitario de los campus de Jena y de Berlín, en los que se postulaba que la meta de la universidad no fuera convertirse en un simple lugar de adiestramiento para la práctica de profesiones, sino en una incubadora de hombres y de mujeres de gusto y de cultura, capaces de valerse y de pensar por sí mismos y de seguir formándose a lo largo de todas sus vidas.

En nuestro tiempo, el imperio del mercado ha entrado de lleno en las aulas universitarias y las ha cambiado hasta físicamente. La cultura de la imagen se apodera de la cultura de la palabra, de la idea. Las generaciones que hoy acceden a la universidad son hijas de la Galaxia Marconi y, en buena parte, desprecian la Galaxia Gutenberg. Quieren imágenes para aprender, no textos. Los libros se consideran anacrónicos, sobre todo si los pasajes de escritura que contienen no van acompañados de una parte sustancial de ilustraciones que aligeren su lectura.

Ya con la Logse (la Ley Orgánica General del Sistema Educativo de 1990, promulgada por el gobierno socialista de entonces, precisamente para europeizar los estudios no universitarios españoles) todo lo que oliera a texto escrito empezaba a resultar un "rollo", palabra mágica con la que el mozalbete de turno se podía desentender de cualquier tarea de índole tradicional. Todo tenía que transformarse en "buen rollito", en pura ligereza. Sé lo que este salto de alejarse del "rollo" y aproximarse al "buen rollito" ha supuesto para la salud física y mental de los muchos profesores de enseñanza secundaria que se han visto comprometidos con una época de la educación que es para echarse a llorar.

Hoy también estamos ante otro proceso de europeización de la educación universitaria y algunas de las propuestas metodológicas del Documento de Bolonia no dejan de parecerse a aquella jerga de la Logse que tantos estragos produjo entre la comunidad estudiantil; no digamos entre la comunidad docente, porque ya quedó dicho antes.

Los viejos y engorrosos diseños curriculares base de la Logse parecen resucitados en las guías docentes de esta etapa boloñesa, guías que ya han empezado a simplificarse sin apenas entrar en vigor (esta vez parece que el sentido común ha llegado a tiempo). Esas propuestas metodológicas tienen una gran influencia de los pedagogos de carrera y de los informáticos de nuestros días. En esos especialistas se dejan gran parte de las responsabilidades a la hora de un profesor acercarse a sus alumnos. La libertad de cátedra consagrada por la Constitución queda por ahora aparcada (la autonomía universitaria también lleva el mismo camino) hasta ver qué dicen del ejercicio de la profesión docente universitaria esos pedagogos y esos informáticos, gurús de los nuevos estilos de aprendizaje de disciplinas que, por otra parte, ellos ignoran solemnemente.

La integración burocrática y tecnocrática de la Europa económica empieza a trasladarse sigilosamente a la Europa universitaria, y nadie sabe cómo ha sido. Todos murmuran, nadie reacciona. Los movimientos estudiantiles han desaparecido por ahora y el profesorado está inmerso en la obsesión curricular que no deja tiempo para pensar fuera de quinquenios, sexenios o complementos retributivos al buen comportamiento y al sí a todo lo que dicte el sistema. Aquella contestación de 1968 ha pasado a mejor vida. Las derrotas no incitan a la regeneración de las neuronas discrepantes.

La sustancia de lo acordado en Bolonia en 1999: homologar los títulos universitarios en veinte y nueve países europeos bajo un esquema común de grados, másteres y doctorados, renovación de los planes de estudio, implantación de nuevos créditos donde se recoja no solo la asistencia a clase del alumno sino su trabajo personal fuera del aula, el reconocimiento de la tutoría del profesor, toda esa batería de medidas puede quedar caricaturizada si la burocracia se interpone y abandonamos algunas concepciones de la enseñanza universitaria que nos parecen imprescindibles y muy ligadas a lo que antes dijimos sobre el espíritu de los viejos centros superiores europeos. Una universidad no puede quedar relegada a una escuela de capacitación profesional.

Algunas idioteces tecnológicas intentan sustituir al profesor clásico, con su personalidad intelectual y su manera de encarar un programa. Estos días oigo hablar en exceso de aulas virtuales y, quizá por arte de magia y desde lugares estratosféricos, me llegan opiniones de profesores a mi correo electrónico donde compruebo cómo algunas de estas innovaciones han cobrado gran auge entre los docentes. Aunque también compruebo, y no puedo silenciarlo, entre otras cosas porque mi espíritu crítico universitario antiguo (y señorial, como Lisboa) me lo impide, cómo algunos profesores tan ilusionados con esas aulas virtuales emiten sus pareceres sobre el artilugio, por escrito y en cortos e-mails, con faltas de ortografía y de sintaxis que dejan a uno anonadado. "Bién", escrito con tilde no una sino tres veces; "utilizé", por "utilicé"; "hecho de menos", por "echo de menos"? Y no sigo con los disparates sintácticos que me he visto obligado a leer y a lamentar.

Si estos profesionales han tenido el gesto de inscribirse en esas sofisticadas aulas virtuales, también podrían hacer un esfuerzo e inscribirse en otras aulas virtuosas donde la lengua española se enseñe con algo de propiedad, porque, como siempre he insistido, en esta tardomodernidad en la que todo el mundo es políglota, o presume de serlo, no estaría mal saber por lo menos el primer idioma con algo más de fundamento. Digo yo.

Ya sé que la cultura de la imagen sepulta hoy a la cultura de la palabra y de la idea, pero no dejemos que la salsa boloñesa nos impregne de tanta falta de respeto a la lengua en la que, al fin y al cabo, nos entendemos por ahora. Perdón.