La muerte de Umberto Eco ha permitido revivir en referencias necrológicas y notas de prensa y televisión la aventura de su novela de misterio en una abadía del siglo XIV, ’El nombre de la rosa’. La investigación de fray Guillermo de Baskerville, encarnado por el inolvidable Sean Connery en el cine, y su asistente Adso de Melk desarrollada en un ambiente religioso con libros, crímenes, herejes, inquisidores y latines. Con este ambiente de clerecía presente, una visita al barrio teldense de San Francisco significa toda una inspiración, un viaje en el tiempo. Ante la lápida de un monje franciscano de vida licenciosa, conocido como “el monjo”, no se puede menos que recrear el ambiente de la abadía de “El nombre de la rosa”, en cuyas “Apostillas” Eco confesaba que había empezado a escribir por sus ganas de envenenar a un monje.

La iglesia de San Francisco forma parte de las joyas de la historia eclesiástica de la primera sede episcopal de Canarias. El cronista oficial de Telde, Antonio González Padrón, acompaña al visitante y con verdadera emoción relata la historia de “El monjo”. Se trataba de un fraile lego, un franciscano que decidió romper sus votos de pobreza, castidad y obediencia, y en aquellos años del siglo XVII dedicarse a la vida licenciosa por los municipios de Gran Canaria. Al igual que un buen hijo pródigo, el pecador franciscano reconoció sus desviaciones que le alejaron de la senda santa y volvió arrepentido al seno de la comunidad de Telde de la que había salido sin freno. Acogido con fraternal disciplina, purgó su comportamiento libertino con penitencias y sacrificios, tareas de servicio a sus hermanos franciscanos, oración y silencio, hasta que le sorprendió la muerte. Y ahí, en el momento de pasar a la bienaventurada vida, también “El monjo” se propuso diferenciarse y reconocer su condición de indigno siervo de San Francisco. No utilizó el privilegio de enterrarse alrededor del altar de la Iglesia como sus hermanos. Se alejó y fue sepultado en uno de los laterales del templo, donde pisa el pueblo fiel. Y para que quedara claro, generación tras generación, que su vida había sido poco ejemplar, quedó grabada la cara de un gato sobre la piedra de la lápida. Y ahí se encuentra “El monjo” con el rostro de gato en el templo teldense para sorpresa del visitante. Un felino sobre piedras centenarias. Toda una invitación a imaginar una vida de novela. Y quien sabe si fue envenenado.