Conocí de cerca a Javier Fernández en trágicas circunstancias. En el pozo Nicolasa de Hunosa, en la cuenca del Caudal, el 31 de agosto de 1995, cuando era el ingeniero jefe de la inspección de Minas del Gobierno de Asturias y no podía articular palabra ante los periodistas. En el interior de la explotación había 14 mineros muertos por una explosión de grisú. Encargado de dirigir la investigación de aquella tragedia, había vuelto a su puesto de funcionario tras dejar la dirección general de Minas del Principado como víctima colateral de una astracanada política conocida como “Petromocho”. Javier Fernández ha visto como nadie la pasión y muerte de los mineros. Ha vivido las más dolorosas crisis a lo largo de su historia personal, familiar y política.

Encara ahora una exigente prueba como presidente de la gestora de un PSOE fracturado y ante una envenenada disyuntiva para los socialistas. Como él mismo ha declarado: o abstenerse o nuevas elecciones. Está curtido y dotado para hallar una solución. El si puede.

Después de aquellos tiempos mineros, le he seguido en legislaturas más gratas desde Gijón, su ciudad de adopción, aunque no exentas de momentos difíciles. Tiempos como diputado en Congreso y azote de ministros de José María Aznar, en los que gozó de uno de los periodos más placenteros de la vida pública; consejero autonómico, líder del sector guerrista en una Federación Socialista Asturiana dividida y pacificador de la familia socialista; o anfitrión de un triunfante José Luis Rodríguez Zapatero. En la distancia ya contemplé el periodo de su llegada a la presidencia del Principado.

El hoy responsable de la gestora que conduce el PSOE ha sido disciplinado siempre, discreto y enigmático. Da la impresión de llevar con resignación un cerebro abrumado, de los que se retrae ante soluciones fáciles frente a los problemas difíciles. Hombre de pocas palabras, más hondo de lo que deja ver, goza de una voluntad firme que le hace inflexible, dogmático. Conoce más de lo que le gustaría las debilidades de sus compañeros y de sus amigos en la política, en el sindicalismo y en la empresa. Del periodo de relación con él me ha quedado la impresión de ser un hombre de pocas palabras y tenso por dentro por demasiadas adversidades digeridas con severa disciplina de partido.

Javier Fernández emana distancia al tiempo que irradia cierta distinción. Entre sus dotes naturales más espontáneas no está la simpatía. Su elegancia física, unida a un leguaje sencillo y preciso le ha convertido, en la mejor tradición minera, en uno de los líderes del Partido Socialista con mayor autoridad y más digna de respeto. Como Besteiro no busca el jolgorio político en los medios y como Largo Caballero sabe que no hay descalificación o desconsideración que un socialista, por notable que sea, no pueda recibir de otro socialista. Nació burgués aunque en el seno de una familia proletaria y de larga tradición socialista. Vive en un chalé en una zona distinguida de Gijón y le encantaba conducir un Mercedes, pero conserva intactos sus genes revolucionarios. En el PSOE hará su revolución silenciosa con las armas de la negociación, el acuerdo y el pacto. Y disciplina, mucha disciplina.