He leído con interés “Primera Página. Vida de un periodista 1944-1988”, entrega inicial de las memorias de Juan Luis Cebrián Echarri. El académico es uno de los periodistas capitales en la historia reciente de España. Confieso que cuanto más progresaba en su lectura más se incrementaba mi interés.

Su estilo y su lenguaje, como buen académico, preciso, directo; como buen periodista trufa el texto con anécdotas y nombres de una pléyade literaria y política de la Transición y con figuras relevantes del periodismo contemporáneo, que atrapa al lector en un atrayente reportaje. Se ha ganado mi admiración como director de periódico y hombre de letras. Sus artículos han sido siempre claros y razonables.

Aunque, conviene señalarlo de ante mano, su memoria e internet resultan muy selectivos, tras la lectura de lo que ofrece en su libro. Responde a la clásica carencia de objetividad de los españoles, que repetía Salvador de Madariaga. Las páginas de Cebrián, pese a las advertencias iniciales cumplen con precisión las máximas a las que suelen responder los libros de memorias. Por un lado para lavar la conciencia y por otro para ajustar cuentas. Por si hubiera alguna duda, en una entrevista con Cayetana Álvarez de Toledo que se ha empeñado en demostrar que no era franquista. Que la realidad es como uno la vivió. No como ha sido. Qué diferencia con tantos periodistas que han ejercido a caballo de dos regímenes.

Poco descubre Cebrián de la Transición que no se haya escuchado ya con anterioridad a alguno de sus protagonistas, y más bien podría haber optado, con la grandeza de Sabino Fernández Campo tras el 23-F, por un argumento muy profesional y declarar aquello de que “lo que interesa no lo puede contar y lo que puedo contar no interesa”. Cebrián, aún con apariencia de franca sinceridad, no explica lo que interesa. Por ejemplo, la fuente que le comunica la muerte de Franco cuando el Gobierno de Arias Navarro aún no se había enterado. O el papel en las cloacas del Estado del “sanguinario” Antón Sáenz de Santamaría, que Antonio Cubillo recordó con dolor toda su vida.

Emplea con maestría el chisme y la anécdota, con los que caricaturiza a quienes aprovecha para dejar en evidencia en una línea o con un adjetivo letal. Así como resulta creíble y atractiva su singladura en El País, y sus acertadas y enriquecedoras reflexiones sobre el periodismo y el liderazgo de las redacciones, del mismo modo se evidencia lamentable la primera parte de las memorias en las que el periodista trata de justificar su pasado y el de algunos más, leales servidores del régimen anterior, a los que su periódico garantiza el aval de la progresía democrática.

No resulta difícil de entender que Cebrián nació periodista. Con su padre, Vicente, y dos tíos, uno paterno y otro materno, en Prensa del Movimiento resultaba sencillo empezar con 20 años como subdirector del diario Pueblo, órgano oficial de los sindicatos verticales. Estaba fuera de toda sospecha. Al igual que la oportunidad de ser promovido a subdirector de “Informaciones” o de director de los servicios informativos de TVE con el presidente Arias Navarro, el carnicero de Málaga. Lo confieso. Ignoro la unidad de medida para valorar la graduación de la familia de José María Aznar como más franquista que la suya. Pero es también fácil de comprender que haya esperado a la muerte de su padre, el periodista que más ha influido en su carrera junto a Jesús de la Serna, dice, y alguna tía más, para publicar esta primera entrega. Y no por los contenidos, sabidos y repetidos por los del exilio interior, que poco sorprenden, sino por el lenguaje que maneja para describir aquellos años en los que gozó de todos los privilegios y en los que “el franquismo impregnó todo”. Menos a algunos, parece ser.

No deja muy clara la frontera de cuando renegó del franquismo pues hasta 1975 firmó adhesiones al Caudillo y lealtad a la obra del glorioso Movimiento Nacional, aunque, como confiesa sin rubor en el libro, “la presión era insoportable” y tuvo que aceptar el cargo que le ofreció Juan José Rosón en TVE; y también en otro momento admitir que se vio “forzado por las circunstancias”. Tal vez por las circunstancias de compartir con Emilio Botín en Somosaguas caviar de beluga y Dom Perignon en aquella oscura “nación de súbditos”.

Apostó por la democracia como optaron otros sin estar en la dirección de un periódico de Madrid, pero a los que él, sin considerarse sectario, de un plumazo inmisericorde, arroja al basurero de la historia. La generosidad que se esperaba de una vida feliz y de una “posición privilegiada” que reconoce, no se encuentra entre las virtudes que adornan a este académico. Una generosidad que Cebrián encuentra entre los escritores del “boom” latinoamericano pero “muy poco reconocible entre españoles”.

Es benévolo, empero, con el embajador y ministro franquista Joaquín Ruiz-Jiménez, que le sorprendía “por el respeto que tenía por la figura de Franco” y sobre el que “no decía nada que le descalificara personalmente”. Salva a Emilio Romero, al que le debe mucho; avala el tránsito de Dionisio Ridruejo de pronazi a demócrata; digiere a Rodolfo Martín Villa y los montajes del terrorismo policial; la “amistad íntima” garantiza su generosidad con Sabino Fernández Campo y con la relación colegial y familiar reivindica a Gutiérrez Mellado. De Laín y Tovar hace “seña de identidad de El País”; con el ex censor Camilo José Cela mantiene “un trato más que cordial”; y, en fin, hasta el mismo se absuelve “del pecado del colaboracionismo”.

Alfonso Guerra no se había enterado de esa absolución general. Y en su primer encuentro, nada más conocerse, el socialista le plantea la cuestión de los servicios informativos de TVE. Cebrián lo despacha en dos líneas: “hacerse notar es el arma de los débiles”. Manuel Fraga fue más directo que Guerra cuando le espetó: “Es usted un traidor”, genio y figura del inspirador de El País que con sus insultos y bravuconadas al incipiente director Cebrián afianza su acendrada progresía.

“Médico, cúrate a ti mismo” se puede recomendar, con toda la humildad, al insigne periodista después de leer su estimulante y provocador texto. La máxima de Bertrand Russel que él presenta como el primer compromiso que hemos de servir, “ser consecuente con nuestra razón intelectual”, se echa en falta y se entiende que en el paso de un régimen a otro haya hecho uso de lo que define como “sano relativismo moral”, no neutral pero escéptico con ribetes de cínico.

La lectura de “Vida de un periodista” ha coincidido en el tiempo con el quinto aniversario de la muerte de un entrañable amigo, Juan Ramón Pérez Las Clotas. Director de periódicos por España, corresponsal en La Habana y en Lisboa, director técnico de Prensa del Movimiento y buen conocedor de la familia de Juan Luis Cebrián Echarri. Clotas fue destituido al frente de “Alerta” de Cantabria en octubre de 1982. El Gobierno lo destinó a repartir mecheros a Loterías del Estado. Exento de envidia y capaz de alegrarse de los éxitos ajenos, jamás destiló resentimiento ni rencor. Y no era sectario. Siempre fue consecuente con sus ideas. En el funeral de Juan Aparicio López, el factótum de la prensa franquista, en Madrid, saludó por última vez a Vicente Cebrián, al que guardaba respeto y consideración.