Hace unos meses recibí la llamada de una amiga que me proponía como personaje para un reportaje a una señora a la que llamaré Andrea. Me esbozó el perfil de la mujer: palmera, de 75 años, hizo hincapié en su experiencia en África, su condición de matrona jubilada, su actividad en el terreno de lo social y un sinfín de episodios que me parecieron interesantes para contarlo.“Ya hablé con ella y aunque no le gusta mucho, está dispuesta. Llámale. Depende de ti”. Me puse manos a la obra e hice los contactos necesarios hasta hablar con Andrea.

Después de explicarle el formato del reportaje y de matizarle que sería ella la que decidiría si quería o no salir en la prensa, surgió la pregunta: “¿Qué hacemos, Andrea?». “Vale, mañana le espero”, contestó. Al día siguiente estaba puntual en su casa porque pensé que lo tendría todo preparado y seguramente querría quitarse de encima a la pesada periodista. Llegué y vi que no había preparado nada. Como la experiencia es un grado, al verla nerviosa e incómoda, le pregunté qué le ocurría.“Es que no sé cómo me atreví a decirle que sí a la entrevista, estoy arrepentida y no sé qué hacer pero mire, no le haré perder el tiempo. Haremos el reportaje porque mi palabra es una», afirmó. Nos miramos, reímos, le pedí un café cargado y anulé la entrevista. “No se agobie, mujer; no la haremos. No quiero que esté angustiada”. Un suspiro de alivio fue su respuesta.

“Le soy sincera”, dijo, “anoche apenas dormí. Me tomé una pastilla y hasta soñé con este momento”. A partir de ahí hablamos de mil cosas y cuando, al fin, nos despedimos, expresó su liberación con toda sinceridad: “¡No sabe el peso que me ha quitado de encima!”.