Todos pasamos malas rachas, todos erramos, todos nos enfadamos y todos, a veces también, tenemos la sensación de estar siendo excesivamente protectores. La protegimos mucho, muchísimo, más de lo que ningún lector pueda pensar. Desde que la ola del dolor se la llevó por delante, estuve a su lado pero un día no respondió a una petición profesional y me enfadé. Tanto que llevo años sin saber de su vida aunque la adivino igual de devastada. Es verdad, no niego que la recuerdo, pero pasaron dos cosas: una, que cada cual tiene sus miserias y dos, que no soy capaz de fallarle a nadie y menos cuando ese alguien se ha enfrentado con el mundo por estar a su lado. No recuerdo qué desencadenó el distanciamiento. Quizás yo misma exigí demasiado de una amistad sellada por la peor tragedia posible para una madre. Así fue. Ella tenía el corazón roto y yo estuve de guardia para prestarle compañía cuando se lo rompieron. Pidió mil veces ayuda y en todas o en casi todas, di un paso al frente. Ella siempre recuerda que la tarde de aquel domingo fatídico cuando se llevaron a su hija, la casa se llenó de periodistas que se amontonaron en la vivienda, en la acera, en su vida, para después volver a su trabajo. Yo no. Iba y venía. En aquella casa la acompañé, almorzamos juntas con su madre. Hicimos una piña para que no se quedara sola, ni ella ni los suyos. Escuchar el teléfono, que alguien atendía con un hilo de voz, era un dolor que se repetía cada pocos minutos. No podía irme de la casa viendo la desolación que se había instalado en la familia. Ambas sabemos cómo la defendí de quienes se empeñaron en mostrar a las cámaras hasta las ropas íntimas de la pequeña. Y mil cosas más.