Dedicado a las mujeres y a esos hombres que nos acompañan en la vida

Esta historia habla de una mujer que durante años sufrió el maltrato de su marido y a quien un día se le abrió inesperadamente una puerta por la que decidida metió la cabeza. Su hija adolescente conocedora de la situación que se vivía en casa hacía tiempo que trataba de tirar de un hilo que liberara a su madre del laberinto, de su infierno. La joven acudía a un instituto de Las Palmas de GC. Casi por casualidad la chica supo que en el centro varias educadoras gestionaban un taller dedicado a mujeres con la autoestima bajo cero. Al mismo acudían madres de alumnos que comenzaban a verbalizar sus problemas a compartir sus secretos y a sentirse menos solas. Era su desahogo. Contaba una asesora personal, responsables del taller, que la primera vez que vio a la mujer de la historia no daba crédito porque la edad que acreditaba su DNI no tenía nada que ver con su apariencia. Avejentada, vestida con desconcierto. Las primeras palabras que salieron de su boca fueron un “no me pregunten…” y se sentó. Todas la entendieron.

Mientras otras contaban los problemas que tenían en casa ella se limitaba a escuchar. Y así, días y días. Apenas hablaba pero, poco a poco, su silencio fue dando paso a confidencias y cómplices sonrisas hasta llegar a contar a sus nuevas amigas lo que durante tantos años había silenciado. Golpes, carreras, gritos y ruido. Relató que su marido la maltrataba en sus más variadas modalidades; que sus hijos no la respetaban y que tenía miedo de que maltratador se enterara que osaba “abandonar” el hogar una vez por semana para nada menos que asistir a una reunión “de mujeres”. Y se enteró, claro. Tan bien lo conocía que la queja y el reproche fue tal como presagiaba: “¿Y a qué vas ahí…? Te van a comer el coco…”.

Continuó asistiendo al taller pero cada semana tenía un encontronazo con su marido a quien le gustaba poco o nada las idas y venidas de su juguete. De manera que un día, envalentonada y con la autoestima en condiciones entendió que una buena terapia sería pararle las patas. Cogió fuerzas y se plantó a su vera. “Me voy al taller…”, dijo firmeza. Dio un portazo y salió escaleras abajo. El otro paso lo recuerdan sus compañeras como un día importante en sus vidas. Una tarde apareció por el local casi irreconocible. Labios pintados, moño recogido, medio tacón y bolso a juego. Era otra. La recibieron con aplausos y ella, entre carcajadas les dedicó, feliz, unos pasos de baile. Hoy transita por la vida libre y decidida y ríe sonora cuándo relata que en ocasiones es su marido quien le recuerda un “¿Hoy no vas al taller?, se te hará tarde…”. Manso.

Plantarle cara fue tan difícil como necesario. He aquí el ejemplo claro de un hombre que a lo largo de los años realizó un brillante y eficaz trabajo de destrucción sobre una mujer asustada que, finalmente, asomó la cabeza. En España, lo sabemos, lo sufrimos, son miles las mujeres que viven en el sometimiento y a quienes sus maltratadores vejan hasta reducirlas a la nada y si les cuadra, poner fin a su existencia. Hay cifras alarmantes de muertes, cada día más, en uno de cuyos casos ahondaré estos días para que nadie olvide el asesinato más escalofriante de una mujer del que he escrito.

A la educadora de mi relato le conmueve todavía escuchar de mujeres mayores expresiones como “si yo hubiera sabido lo que ahora sé…” pero desgraciadamente para muchas es tarde. Termino contándoles que la mujer de mi historia abrigó desde adolescente la ilusión de tocar un instrumento y a punto está de poner música a su vida. Y subir el volumen.

marisol_@Ayala