Lo contó una noche de copas y no le creímos. O mejor, no calibramos el alcance de aquella confesión, atropellada, confusa y llorosa. Como ocurre en esos ambientes lo que quieres es evadirte así que no le pusimos atención. Lo abrazamos sin convicción y seguimos la juerga. Algunos sabíamos que la relación con su padre era mala; fue un adolescente rebelde al que nada se le ponía por delante para animar la tarde, la noche.

Un día aprovechó que su progenitor había aparcado el coche en la puerta, esperó que echara la siesta y con sigilo le quitó las llaves. No sabía conducir pero él decía lo contrario, que había conducido alguna vez, pero con su padre vigilando. Ese día se atrevió, lo puso en marcha y a trompicones llegamos a San Mateo. Éramos una pandilla media loca. Llegamos y allí, en un descampado, fumamos y bebimos. José María, el más sensato, lo presionó para volver a casa: “Tu viejo se despierta y te mata. Vamos, vamos”. La mala suerte quiso que el hueco en el que el padre había dejado el coche estuviera ocupado. Primer problema. Aguardamos a ver si quedaba libre, pero él no se lo pensó y culminó la gamberrada aparcándolo donde pudo y nos fuimos. Como sospechamos el padre descubrió su hazaña y le dio una paliza. Nos mostró las huellas del cinto en sus muslos, en sus brazos. Era un hombre violento y se cebó. Ese fue el principio de una relación endemoniada. “Me vuelve a poner la mano encima y lo mato”, amenazó. Bravuconadas, pensamos. Con el tiempo supo que esa violencia papá también la ejercía en casa. La víctima era su mujer a la que maltrataba si la comida estaba fría o caliente o tibia. Fue la primera vez que nosotros, muy jóvenes, vivíamos el maltrato familiar de cerca. El amigo decidió convertirse en el protector de su madre. Cada vez que escuchaba su llegada se ponía en guardia. El padre era un farmacéutico que terminaba la jornada laboral tomando copas; las primeras en la farmacia, el resto camino de casa. El sábado que escuchó gritos de su madre lo cogió por el cuello y casi lo asfixia. “Pégame a mí, cabrón”. La segunda lo denunció. Lo detuvieron pero a los tres días estaba en casa, mimado y triunfador. Su madre lo echó de casa y él se marchó. Hoy vive en Tetuán.

No la vio jamás. “Soy huérfano”, dice alguna vez.