Nacida en un ámbito insular, la fiesta se desarrollaba de una manera local, concentrada en la ciudad por los pueblos que hacían su peculiar romería hasta la urbe. En esos tiempos, al lado de la algarabía y la risa, se escondía un cierto temor a manifestarse abiertamente. Entiéndeme, no era la época de Franco, pero la prohibición seguía manteniéndose en la mente de las gentes. Así, los trajes eran recatados, la fiesta, casi familiar, desarrollándose en los patios de las casa, círculos de socios y fiestas privadas. Nunca en las calles ni en las plazas de la ciudad. Pese a esta cirscuntancia, si algo quedó grabado en mi retina fue la luz y los colores que aparecían en mi calle cada año llegando Febrero.

Asomada al balcón, junto a mi madre, veía aparecer al vecino del cuarto convertido en un poderoso y refulgente mandarín. La calva le había desaparecido y esa noche, sus pelos se concentraban en un hermoso bigote que afianzaba su majestad. Pasada la medianoche tocaban la puerta y allí, como todos los años, Doña Pepa mataba a su marido y se colocaba su pamela negra con un velo que le cubría toda la cara. Del pecho le colgaba un gran medallón con una foto que cambiaba según el gusto de cada año y, entre sollozos y gritos, hacía la eterna pregunta repetida a lo largo de los tiempos: ¿Me conoces, mascarita?

El Carnaval te hace mágico, te hace anónimo, sociable, sencillo y sincero. Esas son las cualidades de la fiesta. Desde Río de Janeiro, carnaval sensual como hay pocos hasta la belleza plástica de los "pierrots" de Venecia, la fiesta es siempre la misma. Cinco cualidades que nacen del hombre en su estado natural, de ahí que, pese a que los tiempos sean distintos y las realidades otras, desde la Edad Media hasta nuestra época actual, la fiesta continúa virgen, sin ser adulterada, basándose en el individuo, en su capacidad de satitizar su propia realidad cotidiana, en poner a prueba su imaginación, una palabra que resume lo más íntimo del ser humano que, entre "pitos y flautas", sale a la luz esos días.

En un oscuro zagúan, con camisa de dos días y tomándome un "sol y sombra" para combatir el frío, escuché y ví por primera vez una chirigota. Olía a salitre y a humedad y aquellos individuos me parecieron marionetas que gesticulaban de una manera mecánica. Para ser sincera, esa primera imagen no me gustó, me sentí ajena a la fiesta: mientras alrededor mis amigos reían, yo me esforzaba por agudizar mis oídos pero no entendía nada. Sonreía, aguantando el codazo de uno ante tal gracia y la palmada de otro que me aseguraba "lo bien que lo vamos a pasar en la Plaza del Tío de la Tiza". Mi optimismo se defendía a base de estar comparando constantemente la fiesta conocida por la que estaba por conocer. Los trajes, la música, las letras, el baile hasta la bebida eran sumamente distintas a los Carnavales de las Islas. Me enfadé con el Carnaval, ¿de qué me serviría la ilusión por vestirme y pintarme si no me integraba en la fiesta? Fue entonces cuando descubrí cuál era mi problema. La sátira se transformaba en palabras y predominaba frente a los trajes y la música.

El Carnaval es uno y muchos. La alegoría de la carne frente a la Cuaresma es expresada no sólo por las tradiciones que se mantienen en cada ciudad. Importante sin duda, es el clima, verdadero determinante de la expresión de la fiesta. De ahí el protagonismo de la mujer y más recientemente, del drag, en los Carnavales de Río de Janeiro y Canarias. Ajustadas mallas y hermosas plumas, comparsas que simbolizan la admiración por la carne, lujo de vodevil que encuentran en la belleza estética y corporal,su máximo representante, su Reina de Carnaval.

Del Febrero cálido al frío continental, tras gruesas ropas y donde la cara destaca en todo el cuerpo, el Carnaval se hace palabra. No son las luces, ni los colores sino los sonidos los que predominan en los Carnavales desde Cádiz hasta Colonia. Los trajes se convierten en simples acompañantes de lo que se va a decir, de esa sátira que bajo el camuflaje de músicas sale por grandes bocas pintadas de rojo.