El tiro de pichón, las riñas de gallos o las peleas de perros eran relativamente usuales en aquellos años en los que ni siquiera la Guardia Civil había creado su eficaz Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona), y la última corrida de toros se había celebrado en Santa Cruz de Tenerife casi diez años antes (en 1983) mientras en Gran Canaria la plaza de Telde había iniciado tiempo atrás su declive y presentaba ya un aspecto ruinoso.

La ley canaria fue tajante. A partir de aquel momento quedaban prohibidos los espectáculos en los que se recurriera a animales para "peleas, fiestas, espectáculos y otras actividades que conlleven maltrato, crueldad o sufrimiento". Así lo establece el artículo 5 de la norma, aunque hay quienes interpretan que esa disposición debe ponerse en relación con el preámbulo, que sitúa a los "animales de compañía" como objeto de la regulación legal.

Lo cierto es que la ley vino a prohibir un espectáculo, los toros, que ni existía ni se demandaba en Canarias. Al menos así fue interpretado por la calle y por la opinión española avisada. La prohibición no provocó reacción alguna fuera de las Islas, pero sí en los círculos galleros del Archipiélago. Aunque la ley deja expresamente fuera de su ámbito las riñas de gallos, le impone severas limitaciones (ni ayudas públicas, ni celebraciones en suelo público y prohibición para menores de 16 años) que no siempre se cumplen. Eran las condiciones aceptadas por el lobby gallero de la entonces ATI (Francisco Ucelay e Isidoro Sánchez, entre otros).

La Ley canaria nació básicamente por el empuje de un joven y activo diputado de ATI, Miguel Cabrera Pérez-Camacho, furibundo defensor de los animales, pero también por el indudable oportunismo político de Lorenzo Olarte, presidente del Gobierno en aquel momento. Pérez-Camacho fracasó en 1990 con su proposición de ley (su propio grupo ayudó a tumbarla), pero logró poco después sin gran esfuerzo reunir casi 40.000 firmas para presentar una ley de iniciativa popular que Olarte -siempre con el rabillo del ojo puesto en las elecciones- transformó en una ley que diera algo de satisfacción al débil movimiento social canario en defensa de los animales.

Después de aquello, los canarios siguieron abandonando animales de compañía en las calles (sobre todo perros) y también siguieron celebrándose riñas de gallo con todo su ritual sangriento y sus apuestas sin que se cumplieran estrictamente las limitaciones de la norma; por ejemplo, aunque quedaron prohibidas las ayudas públicas a las peleas, aun hoy hay cabildos que de manera indirecta apoyan este pavoroso espectáculo que acaba necesariamente con la agonía y muerte de uno de los animales.

MENSAJE DE BARDOT. Pero hacia afuera, Canarias figuró como una región adelantada para el movimiento social, todavía incipiente en España, de defensa de los derechos de los animales. Y Cabrera Pérez-Camacho, ahora insultado por los galleros, como la Juana de Arco que logró expulsar de las Islas la crueldad y el sufrimiento animal. Su fama llegó incluso a oídos de Brigitte Bardot, que le telegrafió animándole a continuar la lucha, y desde luego al Reino Unido, donde el respeto a los animales forma parte de sus costumbres y tradiciones.

En Canarias, aquel debate que dio origen a la ley no alcanzó, ni de lejos, el dramatismo social y político observado estos días en Cataluña. En las Islas no hubo toreros ni amantes de la fiesta ni respetados escritores, filósofos o cantantes que lloraran aquella prohibición.

Del mismo modo, los canarios tampoco se sienten necesitados de oponerse a una tradición española -que viene a ser tan respetable como lo deban ser sus detractores- sólo como expresión de su identidad cultural. La sociedad canaria, en su inmensa mayoría, recibió la ley abstraída del juego político entre Pérez-Camacho y el Gobierno de Olarte, nada menos que un ex presidente de Gobierno que fue crítico taurino y que tiene una cornada en el cuerpo.