Al atardecer ocurren dos cosas en El Mocanal, a menos de cinco kilómetros de Valverde, la capital de El Hierro. Un sol rojo se lanza hacia el mar y Francisco Quintero ocupa su lugar cerca del cruce que conduce al milagroso Pozo de las Calcosas. "Me gusta la paz, el aire fresco. Pasan los coches. Unos saludan y otros no", resume el hombre con una voz que transmite una infinita tranquilidad, la misma con la que habla de su última ilusión: las trescientas matas de papaya de la variedad 'intensa' que acaba de plantar.

Francisco y El Hierro hacen un matrimonio perfecto. Otros residentes en la isla, incluso de su misma quinta, consideran no obstante que algo más de actividad no estaría de más para que la isla no se convierta una metáfora de lo que en otros tiempos fue: la frontera del fin del mundo conocido. Es el caso de Marcial Cejas Lima, que tuvo que labrarse una vida en Venezuela, Argentina, Brasil y Colombia antes de regresar a la isla que le vio nacer. Ahora ha tenido que asistir con desagrado a cómo dos de sus hijos se mudaron a Tenerife para poder subsistir fuera de su tranquila y pacífica tierra. El tercero se quedó al frente del bar que Marcial montó en su día, el Guayana, en Timijiraque. "Al margen de tranquilidad, aquí no hay nada más. Hace falta más desarrollo turístico, hacer algo para que la gente se entretenga y para ofrecerle algo al que viene", opina. Francisco posee la paz que ansía. Marcial tiene otra isla del meridiano en el pensamiento, quizás igual de relajada, pero con mayor actividad y oportunidades de futuro.

Luis Cano Ayala apura el final de lo que debió ser un puro de buen tamaño. Su queja amarga es que "la leche te la pagan al mismo tiempo que hace treinta años". Le asalta la impresión de que se paró el reloj en el meridiano.