España es un país eminentemente costero. El 44% de su población, junto al 80% de los turistas que nos visitan, vive o se aloja en los más de ocho mil kilómetros de costa lineal que tiene España -unos 1.400 kilómetros en Canarias-. Frente al mar, un gran número de españoles duerme, marisquea, pesca, encala y pinta, sirve copas, hace negocios, pasea, coge sol, se da un baño€ En fin, reside, trabaja y pasa sus vacaciones en la costa.

Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que más allá de los puertos y las conserveras -y otro tipo de industrias en la España peninsular-, el litoral era un espacio sin apenas actividad y de difícil acceso. En la periferia costera sólo vivían entonces los pobres, en barrios marineros de casas apiñadas por cuyas puertas también entraba, cuando subía la marea y como Pedro por su casa, el mar.

Hasta que llegó el turismo. Con él, el valor natural de las costas adquirió un precio, cada vez más alto, y la concepción sociocultural y jurídica de lo que hasta ahora era un bien público fue cambiando a medida que lo hacía la fisonomía de las franjas costeras. O viceversa.

Esa primera ocupación masiva se produjo en los años sesenta, y estuvo avalada por ´los planes turísticos de Fraga´ -entonces ministro de Turismo que promovió el desarrollo de esta actividad sin planificación previa- y, sobre todo, por la Ley de Costas de 1969. El crecimiento se concentró en la zona mediterránea y los dos archipiélagos, de tal forma que en Baleares y Canarias el índice de ocupación de sus costas se incrementó en esa década en un 17% y 14% respectivamente.

Los hoteles buscaron los mejores espacios costeros para instalarse: compraron y construyeron a pie de playa amplios alojamientos que invadían, porque la legislación del momento lo permitió, espacios públicos. Y tras ellos, fue creciendo toda una infraestructura de atención al turista en las siguientes décadas. Los propios españoles, animados por la mejoría de su poder adquisitivo, se sumaron a la moda del "veraneo", adquiriendo segundas residencias junto a las viviendas de los pescadores o en nuevos enclaves costeros. Y así una suma de nuevos usos se fue disputando el principal foco de riqueza: el suelo costero, conviviendo desordenadamente y degradando de manera significativa la riqueza costero-marítima del país.

El espíritu de la Constitución

La Constitución de 1978 fue la primera en dar respuesta jurídica al desmán urbanístico sobre la costa, al calificar de "bienes de dominio público estatal": la zona marítima terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental. Diez años después, el espíritu de la Constitución inspiró la Ley de Costas de 1988, la vigente en la actualidad y sobre la que el PP plantea la reforma.

Fue una ley buena desde el punto de vista conservacionista, pero provocó una gran polémica por su "ánimo nacionalizador", en el sentido de sustituir las propiedades ubicadas sobre el domino público marítimo terrestre por concesiones, que a los 30 pasarían a manos del Estado. Y lo que es peor: hacerlos sin indemnizar en los afectados. Llovieron los recursos, pero el Tribunal Constitucional avaló la ley.

"Desde entonces, la presión de los diversos intereses afectados, e incluso de los grupos políticos nacionalistas, no ha cesado", explica Carlos Brito, miembro de Ben Magec y especialista en la legislación de Costas. Es esta presión la que, en opinión de los ecologistas, ha primado en la reforma de la ley. De hecho, no sólo se han creados plataformas locales, nacionales y europea de Afectados por la Ley de Costas, sino que hasta las embajadas de Reino Unido y Alemania han elevado quejas a los sucesivos Gobiernos de España por denuncias de sus ciudadanos, "que habían comprado propiedades sin saber que estaban en dominio público".

El propio Gobierno del PP ha reconocido que "la seguridad jurídica" es uno de los principales objetivos de esta ley, junto a "la necesidad de flexibilizar los usos y aprovechamientos del litoral, y hacerlos compatibles con su protección". De ahí que una de sus novedades sea ampliar el plazo de concesiones de 30 años -en 2018 pasarían a ser estatales todos los bienes situados en el dominio marítimo terrestre- a 75 años, medida que no contenta ni a defensores ni a detractores por considerar que se queda larga (por apropiación encubierta al alcanzar a tres generaciones) o corta (al no devolverles la propiedad).

Pero Carlos Brito añade que la futura ley "no incorpora ninguna de las principales referencias medioambientales y de protección del litoral, sino que es una ley poco estructurada y un saco de arbitrariedades, aspectos que van precisamente contra la seguridad jurídica que busca".

Lo que subyace en la nueva ley de Costas es el debate entre la visión economicista y privatizadora de la Ley Cambó de 1918 -que premiaba con derechos particulares a quienes desecaban marismas y riberas- y la de 1969, y la visión ambientalista y proteccionista de 1988. El mismo debate que se planteó en 1985 con el uso y aprovechamiento privado de otro bien público: el agua, y que en Canarias se saldó a paraguazos a las puertas del Parlamento regional.

Flexibilizar los usos

El ministro de Industria, Energía y Turismo, José Manuel Soria, ha defendido que la modificación de la ley de Costas incluya "la perspectiva del turismo". En este sentido, ha explicado que "podemos mirar a otros países, entre ellos el caso escandinavo, donde las riberas están incorporadas a la economía, y no sólo para su uso en la forma de sol y playa". Y añade: "Nadie está planteando hacer más hoteles en la orilla de la playa, pero sí contar con chiringuitos habilitados y acondicionados y otro tipo de planeamientos comerciales o de ocio, que añadan valor a lugares en los que, como en Canarias, existe una tradición de uso de la playa".

La crisis ha dado, por otro lado, mayores argumentos a los defensores de impulsar la actividad económica en las costas, flexibilizando los usos, por la generación de empleo que supondría en un país devastado por el paro. "El peligro está", puntualiza Carlos Brito, "es que cuando abres la vía para la desafección de bienes públicos, es muy difícil después encontrar el camino para devolver a dominio público ese bien, y esa cuña la abre esta ley cuando dice que se modificará la ribera del mar donde se haya perdido el carácter de dominio público: es decir, va a permitir la legalización de situaciones de hecho". La modificación de los deslindes es otra de las cuestiones que se ha plantea afrontar la nueva ley, "cuando deslindar el 96% al que hemos llegado ha costado más de veinte años y 180 millones de euros".

Lo cierto es que, desde los diferentes intereses contrapuestos y posiciones ideológicas, no se percibe de la misma manera ni el problema ni las soluciones que hay que dar al uso de la zona marítimo terrestre. Un grupo de expertos, que impulsó en 2006 el manifiesto Por una nueva cultura del territorio, puntualiza que "la reforma parte de un diagnóstico erróneo: la contraposición entre sostenibilidad ambiental y desarrollo económico en los espacios costeros. La realidad nos indica exactamente lo contrario: la competitividad de las actividades turísticas radica de forma cada vez más clara en la calidad paisajística y la identidad del lugar".