La Provincia - Diario de Las Palmas

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Desplazados El desafío humanitario

El tsunami de la inmigración

La UE se ve obligada a variar "la política de contención migratoria" que ha aplicado durante 30 años

"Somos demasiados", sostienen quienes analizan los efectos de la superpoblación del planeta. Uno de ellos es el cambio climático; otro, la sucesión de crisis humanitarias. A día de hoy, en el planeta habitan 7.300 millones de personas. Y seremos más. Al contrario de lo que había previsto inicialmente, la ONU considera poco probable que el crecimiento de la población se frene a lo largo de este siglo. La mayor alza se producirá en África, que llegará a triplicar su población; dicen que podría superar los 4.000 millones en 2060. Hoy son 1.200 millones los vecinos que viven frente a las europeas costas de Canarias.

Los desplazados del mundo son parte de este problema global demográfico que soporta la tierra. La escasez de recursos y, sobre todo, su desigual distribución atraen a los habitantes de los países empobrecidos hacia los más desarrollados. En la actualidad 50 millones de desplazados buscan su lugar en el mundo, según la Comisión de Ayuda al Refugiado de Naciones Unidas. Y el número, previsiblemente, aumentará en los próximos años. Una auténtica ola humana de personas en movimiento que en algunas ocasiones adquiere, como en el Mediterráneo actual, la dimensión de un tsunami.

ACNUR advierte que "hay una crisis mundial de desplazados". Los puntos calientes se trasladan de un punto a otro de la geografía del planeta en función de las circunstancias: Canarias lo fue hace una década (solo en 2006 llegaron a las Islas 31.681 inmigrantes africanos). Hoy, la presión se ha desplazado a l agujero negro en que se ha convertido el mar Mediterráneo; también al este de Europa; o a la frontera entre México y EE UU, por citar algunos.

Además de la pobreza, las guerras son el principal detonante del desplazamiento masivo de seres humanos: Siria, Libia, Afganistán, Ucrania....

El niño de la playa

"Nosotros tenemos una responsabilidad moral, a causa de nuestras políticas exteriores, en la desestabilización de países como Siria y Libia", reflexionaba estos días Alexander Betts, director del Centro de Estudios para los Refugiados de la Universidad de Oxford. En el mismo sentido se había pronunciado meses atrás Enrico Letta: "El drama del Mediterráneo lo han creado Francia y Reino Unido", acusó el ex primer ministro italiano. Y se desplayó en una larga entrevista: "La situación de hoy es el resultado de la acción militar ciega que Francia y Reino Unido emprendieron en 2011 contra Gadafi. Cierto que era un régimen sangriento y dictatorial. Pero decidieron asesinarlo simplemente, sin sustituirlo por un gobierno estable. Esa acción fue un gran error". Y concluía: "Si uno da un paso así, debe preparar el siguiente; o lo que llega después puede ser aún peor, que es exactamente lo que ha ocurrido. Libia es hoy un no país".

Estas iniciativas bélicas no se han visto además correspondidas por una reacción a la altura de los efectos provocados. Los países miembros de la Unión Europea se han enzarzado en el debate sobre primar la seguridad o la solidaridad. Y han respondido con frialdad y cicatería pese al alcance de la tragedia. Al menos hasta que la imagen de un niño muerto a la orilla de la playa ha vuelto a impactar en la conciencia de Europa.

Al día siguiente se supo su nombre y su historia. La contó el único superviviente de la familia: su propio padre. Sobre Aylan Kurdi, de tan corta edad, se han escrito ya ríos de tinta. Entre ellos el de Pedro Simón, titulado El niño de la playa: "Lo normal a los tres años es verlos en la orilla con el bañador y no vestidos. Lo normal es verlos dando saltos y no tumbados de ese modo que han visto: boca abajo y de lado, como escuchando el latido de la tierra. Si es que ésta tiene todavía corazón".

La conmoción ha sido tal que las posiciones más inflexibles han comenzado a variar, entre ellas la de la España de Rajoy y el Reino Unido de Cameron, reticentes a la política de cuotas para acoger a los cientos de miles de refugiados que arriban sobre todo a Italia, Grecia y Hungría.

"Quiero que todo el mundo vea lo que nos ha ocurrido en el país al que vinimos a refugiarnos de la guerra. Queremos que el mundo nos preste atención", clamó Abdula Kurdi, el padre sin familia, un sirio más víctima de este tsunami. Pero la realidad es que el mundo ya ha visto, y presuntamente ha prestado atención, a otras vidas rotas que han asomado a las primeras páginas e informativos del planeta, sin que ello haya propiciado el cambio de "las políticas de contención" que lleva aplicando la UE en materia de inmigración desde hace tres décadas. Dos ejemplos: los 71 asfixiados en el interior de un camión y el cerca del millar de ahogados en el naufragio masivo del pasado abril frente a las costas de Libia (entre ellos 50 niños cuyos cuerpos inertes no captó ninguna cámara).

Ya en 2013 se vivió un drama de dimensiones alarmantes que puso en evidencia la necesidad de otra estrategia: otros dos naufragios masivos ocurridos en octubre de ese año en Lampedusa y que provocaron un impacto similar a la imagen del niño de la playa.

Fue entonces cuando el Gobierno de Italia puso en marcha la gran operación de patrullaje denominada Mare Nostrum, con el objetivo de "salvar vidas". Pese a las estrechez, Italia financió con nueve millones de euros mensuales esa iniciativa hasta su sustitución el último noviembre por la Operación Tritón, con sólo 2,9 millones de presupuesto total y sin capacidad de rescatar náufragos. La tibieza de la UE fue denunciada por diversas voces, entre ellas el primer ministro maltés. Hace dos años, Joseph Muscat auguró: "Hasta que Europa no cambie las normas, estaremos construyendo un cementerio en el Mediterráneo".

Pareció que la tragedia de Lampedusa podía provocar un cambio, pero las políticas comunitarias volvieron a incidir en las medidas policiales contra los traficantes y en mejorar la eficiencia en las deportaciones en caliente. Lo cierto es que las propuestas planteadas en las reuniones de emergencia de la UE han sido decepcionantes desde el inicio de la crisis.

Muchos sostienen que esta es la más grave de las crisis humanitarias causadas por conflictos bélicos desde la Segunda Guerra Mundial. Aquel momento histórico en que Europa estableció la obligación de garantizar que quienes fueran perseguidos debían ser protegidos por otros Estados. Y el estatuto del refugiado se llevó a convenciones y tratados internacionales que hoy la UE vulnera.

Ante una crisis global de tal dimensión, los expertos apuntan solo una solución, global y que actúe sobre la raíz del problema: la ayuda al desarrollo y la pacificación de los territorios en conflicto. Ambas son parte esencial de los Objetivos del Milenio, los aprobados a principios de siglo y los que van a renovarse en breve para los siguientes 15 años. Sin embargo, las ayudas a la cooperación han sufrido importantes recortes, también en materia de refugiados pese al tiempo crítico que se vivi. La crisis relegó al cajón de las buenas intenciones el 0,7% del PIB que debían destinar los países de Europa a cooperación y desarrollo; hoy apenas llega al 0,3% de media.

Reactivar las políticas de cooperación ofrece la posibilidad de transformar el problema en una oportunidad, que Canarias intentar, por cercanía, potenciar con apuestas como el Programa Mundial de Alimentos.

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