En diciembre de 1986 un enfadadísimo Óscar Bergasa, consejero de Hacienda del Gobierno canario con el llamado Pacto de Progreso (PSOE + Izquierda Canaria Unida + Asamblea Majorera), votaba en contra de la primera revisión del sistema español de financiación autonómica. Fue el único 'no' de las 17 autonomías que tuvieron que escuchar Carlos Solchaga y José Borrell, ministro de Economía y Hacienda y Secretario de Estado de Hacienda entonces, en un tenso Consejo de Política Fiscal y Financiera. Y se los daba el consejero homónimo de un ejecutivo presidido por el socialista Jerónimo Saavedra. En una entrevista con este periódico, hecha en caliente en un restaurante cercano en Madrid, Bergasa fue claro: el saldo había sido de atención cero a las Islas. Y eso, en suma, lastraba la construcción de una Hacienda canaria que hasta entonces había tenido que asumir en solitario una inversión educativa, en particular, que paliase sin dilación el retraso escandaloso de este servicio público esencial en las Islas. La educación fue la primera apuesta de Saavedra: Se buscó el dinero debajo de las piedras, pero ya no quedaba margen.

Borrell se había negado a contemplar la variable de la insularidad como un corrector positivo -en favor de las Islas- en la fórmula de reparto a las autonomías de la cesta común. También se negó a ceder la recaudación teórica en Canarias de un tributo estatal que la entrada de España en la entonces Comunidad Económica Europea había liquidado, el ITE. Ahora, es curioso, nos ha vuelto el rollo del ITE... Y esto ocurría -puede sonar a Paleolítico inferior pero fue hace tres décadas- en un momento en que la incorporación a Europa obligaba a Canarias a recortar cada año los arbitrios a la entrada de mercancías, la principal fórmula de financiación de las instituciones locales de siempre y de la futura Hacienda regional. Nada por aquí, nada por allá y sin conejo en la chistera (otro cuadro de impuestos canarios en el horizonte) cuando más falta hacía para poner en marcha los servicios públicos.

Hasta entonces una ley (la famosa Lofca) había establecido que hasta tanto no se concluyera el traspaso de competencias a las autonomías, lo que en 1987 casi había sucedido, se abonaba a cada cual en base al criterio del coste efectivo: lo que el Estado gastaba hasta el momento en cada lugar era la suma que acompañaba al traspaso de competencias en educación, o sanidad, o carreteras. No había otra. A partir de ahí, era lo que tocaba para el sexenio 1987-1992, las enormes diferencias entre regiones eran evaluables y se corregirían con un modelo en base a un criterio objetivo: equiparar la financiación media por habitante en todo el país. La idea era evidente, pero su formalización econométrica, digamos, ya no lo era tanto. No era tan fácil. Suponía en ciertos lugares calcular y abonar unos sobrecostes objetivos de la financiación de los servicios públicos existentes, y más aún los que había que poner en marcha. Dos ejemplos: en Galicia, la dispersión poblacional; en Canarias, la lejanía y la insularidad. Ambas hacían que, por ejemplo, construir un colegio saliera más caro en Canarias que en Murcia. O que el número de infraestructuras educativas tuviera que ser mayor (más pequeñas pero más numerosas) para atender igual a niños gallegos y valencianos. Lógicamente todo el mundo buscó argumentar sobrecostes propios, y hubo que seleccionar y graduarlos. Los de Canarias no tenían vuelta de hoja, su sustrato material era obvio. Sin embargo, los rechazos de Borrell a ambas peticiones isleñas dejaban tocadas a las Islas.

Ha llovido la intemerata. Canarias cambió su estatus particular en Europa en 1990, entrándole su cuota del cheque comunitario (ayudas) y dejándosele a la vez tener materias primas y bienes de consumo básico a precios internacionales, como ya ocurría, pero de otro modo. En 1991 se renovó el Régimen Económico y Fiscal de 1972 en un doble sentido. De un lado lo que afecta a todas las personas, la parte socializante de este REF: se creó un IVA canario diferenciado -el IGIC- con menor presión fiscal (y menor recaudación para la Hacienda canaria, de paso, que lo usufructúa) para paliar así el sobrecoste general de la vida en las Islas. Y en 1994 se actualizó la ayuda a la producción de energía y agua y al transporte de personas y mercancías en base al llamado criterio de continuidad territorial, es decir, que a los canarios no les cueste más eso que a la media de los peninsulares. Como se ve, se trataba de ser iguales todos en trato, en tanto que españoles todos.

A eso se le unió una financiación autonómica estatal en la cual la variable correctora de la insularidad se instaló más o menos, terminando de equipararnos. Hasta ahí bien. Pero en 1994 se añadió también al cuadro algo polémico, la parte empresarial del REF: incentivos a la inversión nunca vistos en España en tal grado. La idea era redimensionar el tejido empresarial canario y hacerlo competitivo frente a la globalización. Vale, correcto. Sólo que las empresas crecieron pero no así el empleo que se supone llevaba parejo. Y luego, además, se permitieron -con apoyo político general- perversiones, como invertir en ladrillo o deuda pública un ahorro fiscal que debiera haberse dirigido a las llamadas actividades productivas.

Esto último, la parte privada del REF, sirvió por lo pronto de excusa formal para que en 2009 a Canarias le colaran un forro en la revisión de la financiación autonómica española. Los ingresos derivados del REF (la recaudación impositiva propia y el ahorro fiscal que suponían los incentivos fiscales a las empresas, todo sumado) fue descontado de la cuota-parte isleña en la tarta española por repartir. Con ello el pago del sobrecoste de los gastos y servicios público isleños se esfumó, porque aunque el modelo diferencial siguió, la suma añadida que ello supone para que las condiciones de los canarios sean iguales que las del resto de españoles era -y es- descontada en la transferencia general de fondos. Esto explica que en 2009 bajase 10,2 puntos el gasto por habitante en Canarias frente a la media española.

Tenemos así revestido de trato especial -en la parte que afecta al conjunto de la sociedad canaria- lo que no sólo no lo es, sino que coloca a ésta en desventaja clara en el acceso a los servicios públicos. Es cierto, por el contrario, que la posición geográfica crea oportunidades también, como es la condición de región subtropical para el turismo. Pero si el coste de poner una piña colada o una copa de balón para un coñac a un turista es mayor que el que tiene Baleares, pues nuestro paraíso de sol sólo funciona precarizando el empleo, que es lo que pasa al final, si se permite.

Ahora se están fijando posiciones ante una futura (hipotética) revisión del REF y la financiación autonómica, que se supone para 2017. Se pide deslindar a ambos, como hasta 2009. Es inexcusable, por las razones explicadas. También se pide incorporar como variables en la fórmula de reparto el paro, la pobreza y la dependencia. Afinar lo que llaman población ajustada. Tampoco tiene discusión. La idea que se ha extendido de que Canarias es una región megasubvencionada es falsa por completo. Ni en eso llegamos a la media española. Y está por ver cómo estamos frente a la media europea de ayudas públicas por habitante. Es más, yo entiendo que la situación actual -el forro de 2009- debió ser objeto de recurso de inconstitucionalidad por el Gobierno canario. Ahora bien, si se pide meter la variable del paro en el reparto, la parte empresarial del REF debe ser revisada. No anulada, pero sí evaluada y condicionada a la creación -y continuidad- de empleo o de valor añadido, en fin, fijar un abanico de refuerzos de la dimensión productiva de la economía. Sin eso, es mera privatización de recursos públicos. El REF es un dispositivo demasiado valioso y delicado -como la amistad, tan frágil- que la sociedad canaria no puede permitirse ahora, ante una incipiente salida de la crisis, que una parte de él que resulta discutible lo ponga en riesgo. Nos la jugamos.