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El voto, en el diván

Los electores fueron tratados por los partidos como consumidores, feligreses o súbditos medievales - El miedo a la libertad ha llevado a una ecuación que no resuelve la aritmética

El voto, en el diván

Alivio o pasmo. Estos fueron los sentimientos encontrados que, mayoritariamente, sintieron los votantes españoles el pasado domingo, cuando acabó el escrutinio y quedó en sus pantallas la foto fija del resultado electoral. Más o menos un tercio de aliviados frente a dos tercios de pasmados. Los primeros respiraron tranquilos al comprobar que no se había producido lo que las encuestas auguraban: la posibilidad de que Podemos llegara al poder. El resto, igualmente desconcertado por el sonoro fracaso de los sondeos, no alcanzaba a entender que aumentara el apoyo a un partido que para ellos representa un placaje al cambio.

"No entendemos que ha ocurrido", repitieron los portavoces de Podemos, la formación más desmoralizada por la decisión del electorado español. "No pueden comprenderse correctamente los fenómenos sociales sin el conocimiento de los mecanismos psicológicos que los mueven", advirtió Erich Fromm al estudiar las reacciones psicológicas de los grupos sociales. En su clásico Miedo a la libertad encontraría Podemos parte de las explicaciones a lo ocurrido: "En determinados momentos, individuos y colectivos toman sus decisiones desde motivaciones que tienen que ver más con temores del inconsciente que con su consciente capacidad de análisis".

El lenguaje utilizado por los candidatos para ganarse a su potencial votante expresa, en gran medida, cuál fue la psicología colectiva que impregnó el 26-J. Los electores fueron tratados como consumidores, feligreses y hasta súbditos medievales. Podemos recurrió a la simplicidad de Ikea y dedicó a sus clientes lo que todo buen vendedor que se precie: una sonrisa. Creyó que un catálogo y un eslogan sencillos bastaban para vender sus muebles, fáciles de montar, a un electorado ya predispuesto a comprarlo.

Mientas Podemos trataba de ganarse a sus compradores, el Partido Popular arengó a sus feligreses: "A los que desean un gobierno en el que se pueda confiar y que no provoque sobresaltos. A los que rechazan extremismos o derogarlo todo simplemente porque lo aprobó el PP. Les reclamamos el voto moderado, constitucionalista, de los que creen en el libre mercado y en la nación española", predicó Mariano Rajoy en los dos actos de campaña que celebró en ambas capitales canarias. Y añadió: "Si el voto moderado se divide, ganarán los malos". Los miembros de la parroquia, los españoles "buenos", le respaldaron con el 33% de los votos. Suficientes no sólo para respirar tranquilos, sino para que los dirigentes del PP actuaran como si hubieran obtenido mayoría absoluta y no una parca mayoría parlamentaria: ganaron 14 diputados pero les faltan otros 39 para poder gobernar.

"Los malos"

El comunismo es una amenaza recurrente para la derecha. Y no solo la española. Desde la revolución rusa, el fantasma bolchevique emerge cada vez que los conservadores temen perder el poder en cualquier país y en cualquier momento histórico. "Si somos capaces de vender a granel toda una serie de productos inútiles para la humanidad, no deberíamos tener ningún problema en vender al por mayor nuestra finamente urdida historia sobre la amenaza del comunismo", llegó a decir en 1950 el subsecretario de Defensa de Estados Unidos, Robert Lovett. En el libro Los guardianes del poder, los periodistas británicos Edwards y Cromwell explican que esta capacidad de engañar se basa en el denominado "fenómeno de sensibilización" que pesa sobre toda audiencia.

La primera en advertirlo al público español fue Esperanza Aguirre en la campaña para las autonómicas del 2015: "¡Qué vienen los soviets!", dijo. O no se la entendió o en aquel momento el ansia de cambio pesó más que la amenaza rusa, porque lo cierto fue que la comunista Manuela Carmena accedió a la Alcaldía de Madrid. Tampoco el 20-D logró el PP que "el miedo al rojo" amendrantara al electorado moderado (y bueno) y que una tropa de diputados poco convencionales campara a sus anchas en el Congreso.

Pero las cosas cambiaron en el período inter-electoral: el PP centró su discurso en la posibilidad real de que los podemitas llegaran al gobierno, mientras éstos reforzaban tal idea mostrando al país una forma de acceso al poder en la que pusieron en evidencia que el desaliño estético no está en absoluto reñido con el autoritarismo político. Pasará a los anales de la historia de lo que nunca debe hacer en política si quiere gobernar, la imagen que ofrecieron Pablo Iglesias y sus ministrables en la antológica rueda de prensa en la que expresaron sin ambages qué harían en el gobierno. Pidieron Defensa, Justicia, Interior y la Televisión Pública, e hicieron creíble lo que nadie creyó cuando Aguirre advirtió que volvían los comunistas y sus purgas. Esta vez no tembló solo la derecha, el centro social se convenció de que "los chavistas españoles" terminarían por desmantelar el Estado. A unos y otros les importó poco descubrir que no hace falta irse a Venezuela para oír, a través de las escuchas al ministro español del Interior, cómo se manipulan los recursos del Estado a favor del partido de gobierno. Aquí y ahora.

El susto que, por su parte, dio el CIS a Coalición Canaria también marcó la psicología de la campaña de los nacionalistas. El todo Tenerife, y el casi nada del resto de Islas, se arremangaron para "volver a los orígenes", es decir a hacer campaña en la calle y evitar que CC quedara sin representación. La regresión llegó a tal punto que sus dirigentes recurrieron a la lucha de los aborígenes contra los conquistadores: Ana Oramas fue calificada de "guerra guanche". "Se elige entre 14 diputados obedientes y una valiente que defiende Canarias", resumió Fernando Clavijo.

Las formas, en fin, con que candidatos y partidos afrontaron la última campaña electoral afectó sin duda a una audiencia altamente "sensibilizada": los votantes. Y muchos de los resultados se interpretaron al revés. Así, un partido joven y nuevo como Podemos, con apenas tres años de vida y que obtiene un amplio respaldo de 71 diputados, se sintió perdedor. Un PSOE descalabrado, que obtiene el peor resultado de su historia, resiste moralmente el embate. Un PP efusivo, que no logra convertir a muchos de los renegados que en el 2011 le dieron mayoría absoluta (44,6% y 186 escaños) pero araña los votos del miedo a la libertad. Y un partido liberal, Ciudadanos, que no termina de convencer ni a la derecha, para que le vote, ni a la izquierda, para que apoye su propuesta reformista.

El 26-J dejó tras sí un escenario similar al que queda tras un concierto: sillas en desorden y restos del lenguaje guerracivilista al que recurrieron los candidatos esparcidos por el suelo. De la jornada se pueden sacar no obstante algunas conclusiones: la primera, que no hay que fiarse de las encuestas. También que la cultura democrática española se asemeja más "a la de Argentina o México que a la de Francia o Alemania", como dijo un fundador de Ciudadanos. En el Festival Starmus de Tenerife, que tuvo lugar el día después de las elecciones, un astrónomo vino a decir lo mismo, a su manera: "Si hay vida inteligente en otro planeta, no le interesaremos".

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