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Venezuela Historias de sus civiles

Cuando en Venezuela entra Dios por la puerta

La historia de una familia canaria que emigró hace 40 años al país de América Latina y hoy sufre la crisis que la obliga a vivir "sin casi alimentos ni medicinas y con miedo a no salir de la dictadura"

Cuando en Venezuela entra Dios por la puerta

"Estaba hablando con ella por teléfono, escuché tiros y a mi sobrino gritándole que no se asomara". M. G. D. son las iniciales de una vecina de Las Palmas de Gran Canaria que tiembla con cada mensaje o llamada que recibe desde Venezuela. Su hermana S. G. D., con 67 años y dos mayor que ella, se fue hace cuatro décadas con sus tres primeros hijos al país del Sur de América donde agrandó la familia con un pequeño más. "Siempre le ha gustado Venezuela, pero ahora rezo cada día para que vuelva con el resto de la familia o la situación se arregle, porque mi mayor miedo es que los maten", explica M. G. D., quién cada mes, junto a sus otros tres hermanos, manda dinero "para ayudarlos como podemos", agrega mientras puntualiza que "no es mucho, pero siempre que lo recibe nos dice que Dios ha entrado por su puerta".

"Cuando mis hermanos la señalaron en la foto, metí un grito y casi me da algo", relata M. G. D. sobre su reacción al ver a su hermana en una imagen que le tomaron mientras hacía cola para comprar comida. "Estaba debajo de un paraguas, muy delgada, desmejorada, mal vestida, con canas y se le veía tan mal que no podía creer que fuera ella", se lamenta con la voz entrecortada a la vez que resalta que "casi no consiguen nada para comer, no tienen dinero, ni medicinas y pueden estar en cola desde las doce la noche hasta las dos de la tarde para dos kilos de harina, uno de café y una lata de sardinas, haciendo relevos para ir al baño. Una supuesta ayuda que tienen que pagar".

Miedo e impotencia

Miedo (de ahí que no quieran dar a conocer su identidad) e impotencia son las palabras que mejor definen el sentimiento que abraza a sus familiares en las Islas, quiénes los ayudan económicamente y gestionan los papeles para intentar traerlos de vuelta a Gran Canaria. "Mi sobrino el pequeño, con 36 años, el que nació allí, es el que más desea venir y me pide que hable con mi hermana para convencerla y regrese, pero le expliqué que venimos de una raza en la que no dejamos a los hijos atrás y mucho menos en ese infierno", explica M. G. D., quien define a su hermana como "una mujer luchadora, que ha sacado sola a sus hijos adelante, con carácter y que va derecha al cuello".

En total son unos 15, entre hijos, hijos políticos y nietos, los que tendrían que coger un avión con destino las Islas para que la matriarca optara por volver. "Algunos quieren esperar a ver qué pasa y si la cosa mejora, porque es dejar toda su vida atrás y no es fácil, pero el principal problema es que no tenemos medios para pagar 15 billetes de avión ni la seguridad de que lleguen y trabajen, porque mi hermana tiene una casa propia en Guía, que se la mantenemos nosotros, y eso ya es algo que se ahorran", asevera la grancanaria con ganas de ver ese deseo hecho realidad.

Por su parte, una de sus hijas, E. A. G., es la que se encarga desde aquí de preguntar el tipo de papeles que necesitan para venir, las ayudas a las que se pueden acoger e informarse de lo necesario para actuar en caso de que se presente la oportunidad. "Hablé con una familia que montó dos negocios para vivir de ello aquí y que se han venido poco a poco. Mi primo tiene miedo a venir solo porque no quiere dejar atrás a los suyos, pero le digo que por uno se empieza y que, poco a poco, seguro que al final podemos, que hay que arriesgar", apunta E. A. G.

"No, prima, no me veo allá y mi familia aquí pasándolo mal, se me rompería el corazón en mil pedazos y lloraría de tristeza al verme allí viviendo y los míos tan mal, sería muy injusto y difícil", responde por nota de audio, W. P. G., el primo nacido en Venezuela.

"Tengo que borrar mensajes, conversaciones y fotos, porque si voy por la calle y la autoridad me pide el móvil y ven algo en contra me pueden mandar a la cárcel", explica W. P. G. con miedo a que incluso le puedan negar la salida del país o "a no llegar vivo a la casa, porque pueden asaltarte y pegarte un tiro en la cabeza sólo por quedarse con tus zapatos", agrega, ante el terror de sus familiares canarios, para dar a conocer cómo ha aumentado la violencia en el país y la poca seguridad que existe, lo que empeora sus posibilidades de ganarse la vida como taxista. "Vives con el nervio de que se siente alguien en el asiento de atrás y te mate, aunque con suerte sólo te quitan el coche y el dinero y te dejan tirado, atado, en el monte", fija.

Viven en Guanare y, "aunque están más tranquilos que en Caracas, no se salvan", resalta M. G. D. Cuando su hermana llegó a Venezuela hace 40 años, su marido llevaba dos trabajando en el que se convirtió en un negocio familiar. "Trabajaban en la arenera, sacaban arena del río y después la vendía para la construcción de edificios. Les iba muy bien, con 14 empleados y maquinaria y vehículos propios, pero tuvieron que malvender la empresa y con lo que sacaron compraron tres taxis para dos de sus hijos y otro para que una persona lo trabajara", expresa M. G. D. haciendo hincapié en que "a los dos años de llegar, mi hermana se quedó sola con sus hijos porque el marido la dejó, pero ella es fuerte y siempre ha salido adelante".

Ahora, con el negocio de los taxis casi no entra dinero, "porque no tienen medios para los arreglos, cambiar las ruedas o incluso para echar gasolina. Si estás de parte del gobierno todo esto te lo dan, pero si eres opositor te quedas sin nada", explica M. G. D. En cuanto a sus otros sobrinos, "la mujer de uno tiene una tienda de ropa, pero creo que casi no vende; otro soltero vive con mi hermana porque tiene problemas de salud; y mi sobrina, la única mujer, tiene un cartel en la puerta de su casa en la que anuncia que vende tartas, y a veces le compran". Formas de intentar sobrevivir ante una situación "terrible y que va cada día a peor", resalta W. P. G. en otra nota de audio en la que asegura que "Fidel y Raúl Castro son niños en pañales delante de Diosdado Cabello y Nicolás Maduro".

"Sólo esperamos que llegue comida y medicinas, porque los supermercados están vacíos, y que acaben los robos, la delincuencia y las muertes", expresa W. P. G. a su prima a la vez que le cuenta que "la panadería del barrio sólo reparte dos panes por familia a las cuatro de la tarde, y si llegas, porque después de horas en cola puede que cuando te toque ya no quede", y le manda una foto que saca a escondidas de la fila, "porque si me ven pueden hasta quemarme el coche".

Toda la noche en cola, sin poder moverse hasta que otro miembro de la familia releve al que está, para ser una de las 80 familias que entran en el cupo de las que se llevan una bolsa de comida ese día. "Mis sobrinos pescaron en el río sardinas, pero llevan un mes y medio congeladas porque no tienen aceite para freírlas", cuenta M. G. D. sin olvidar resaltar que "aunque tuvieran, también está el problema de la bombona de gas, ya que tienen que ir a buscarla a siete kilómetros y pueden estar en cola de dos de la mañana a tres de la tarde".

"Luego están los bachaqueros, que hacen cola para coger alimentos que no necesitan y que después venden ganando hasta 7.000 bolívares -unos 600 euros- y que son los que más nos perjudican", confiesa W. P. G. Así, ante la imposibilidad de comprar, son muchos los que anuncian intercambios de productos a través de las redes sociales. "El otro día vi en el perfil de mi sobrina que cambiaba un paquete de pañales por dos botes leche, y así con todo tipo de artículos", recuerda M. G. D. con una impotencia incalculable.

"Mandamos el poco dinero que reunimos entre los hermanos, que somos pensionistas, y al principio teníamos miedo de que no llegara", determina. Aunque existen algunas mensajerías que se dedican a mandar paquetes a Venezuela, esta familia no se fía demasiado y lo que hace es "ingresar el dinero en la cuenta de un empresario que vive en la Península que tiene un hermano en el país, íntimo amigo de mi sobrino, que le hace llegar el dinero a mi hermana". Unos 200 euros al mes, 50 cada hermano, que suponen el acercamiento a esa luz al final del túnel que atraviesan, "porque comida o paquetes nos da miedo mandar", asegura M. G. D., quién teme por la seguridad de los suyos si allí se enteran de esta ayuda. "Sabemos de casos en los que han llegado a secuestrar a niños para pedir un rescate a su familia al enterarse de que les llega dinero de fuera", añade con miedo a la vez que puntualiza que "mis sobrinos vigilan con mil ojos a los niños, porque por falta de dinero los han tenido que sacar de sus colegios de siempre y llevarlos a uno público, donde se los llevan para pedir rescate".

Pese a la inseguridad, las familias son piñas inseparables y el amor que los une los hace invencibles. "Cuando les falta para comer, se unen y cada uno trae un ingrediente. El otro día consiguieron mantequilla y una llevó harina, la otra sal y así se reunieron para, entre todos, hacer pan y repartir", relata M. G. D., que evita contar gran parte de la información al resto de sus hermanos "para que no se cojan nervios", y es que cualquiera que conozca a M. G. D. sabe que es cien por cien dada a los suyos, que traga lo que haga falta para protegerlos y mueve cielo y tierra para salvarlos, tan matriarca como su hermana ya casi más venezolana que canaria, por el tiempo que lleva allí viviendo.

Una tarjeta con cinco euros de saldo para hablar durante una hora por el teléfono fijo o un mensaje por whatsapp es lo que separa a esta familia unida más que nunca. "Rezo cada día para que vuelvan o la cosa allí mejore, tengo esperanzas en que así será, porque se pasa muy mal, es horrible y muy duro", manifiesta con parte de su corazón instalado en América del Sur.

Allí, donde S. G. D. y los suyos han dejado de votar y un día más es una bendición. "Me dijo hace nada que de su casa nadie va a votar, porque ir es hacerlo con una pistola en la espalda y que de su casa no se mueve nadie", determina M. G. D. consciente de que, según lo que le cuentan que están viviendo, la represión está a la orden del día y la libertad brilla por su ausencia.

Pero la esperanza es lo último que se pierde y, además de una frase hecha, es el lema que acompaña a esta familia. Porque esperanza es lo que ven cada día en los ojos inocentes de la más pequeña de la familia con tan sólo tres años de edad; porque quieren y confían en un futuro mejor para sus niños y no se rendirán a la primera de cambio; porque aquí tienen parte de su árbol genealógico y harán lo que haga falta para ayudarlos y protegerlos. "Hay que enamorar (convencer) a la jefa mayor para que vuelva a Canarias y después hacerlo todos poco a poco, porque nuestros hijos no deben pagar estas consecuencias", anima W. P. G. a su prima E. A. G., con la mayor de las frustraciones por no poder hacer más, aunque es todo lo que puede realizar desde aquí.

Mientras, S. G. D. ha plantado un árbol de mangos en su patio y está a la espera de que maduren para compartir los frutos entre sus hijos, porque igual que consiguió hacer lasaña para alegrar al resto por su cumpleaños, "sin que nadie sepa cómo logró hacerse con los ingredientes y refresco", señala con admiración su hijo W. P. G., sacará la fuerza que la caracteriza de donde haga falta para poner un final feliz a esta historia. Un cuento escrito entre Venezuela y Gran Canaria que destaca por amor y unión en cada letra.

"Nuestro temor es estar en esta dictadura y no poder salir de ella, porque estamos en un país represivo y Venezuela ya es otra. Deseamos democracia, libertad de expresión, medicinas, alimentos, seguridad y estabilidad económica, porque hay escasez de productos, las medicinas no se consiguen y los hospitales no funcionan. Sin duda, lo que más queremos es poder disponer de todas estas cosas sin la necesidad de salir de nuestra Venezuela", concluye la matriarca, S. G. D., con su alma luchadora entre sus manos que cuidan con templanza ese árbol a punto de dar frutos.

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