Con la creación de las provincias en España, los gobiernos liberales buscaron la uniformidad jurídica y administrativa para terminar con la desigualdad de los siglos anteriores en la gestión sobre los territorios de la monarquía hispana. Se pretendía asimismo la construcción de un espacio más homogéneo, con reglas comunes, para facilitar la proyección de una economía de mercado capitalista y hacer frente a la fragmentación propia del sistema de privilegios que se mantuvo durante el Antiguo Régimen. Aquella tarea centralizadora -y pese a lo ocurrido con las desviaciones de sus fines originales a lo largo de la historia contemporánea española- se inspiraba en el intento de facilitar la materialización del principio de igualdad entre los ciudadanos. Un principio liberal que se dirigía a generar leyes para todos y, también, a permitir las mismas relaciones de todos los ciudadanos con la administración estatal, sin distinción de privilegios legales para nadie.

Para lograr estos fines se puso en pie desde la primera mitad del siglo XIX un edificio administrativo nuevo en el cual, la provincia ocupaba un lugar muy relevante. Era el ámbito institucional que podía cumplir dos objetivos principales. El primero consistía en llevar las decisiones de los gobiernos a todos los rincones del país, sin distinciones y con eficacia. Para ello, se igualaba la administración en todo el territorio nacional facilitando la acción homogénea del Gobierno y de sus directos representantes. En segundo término, este acercamiento de la administración a los ciudadanos se completó con un instrumento de inversa dirección. Mediante el mismo se suponía que los ciudadanos de cada divisoria provincial podían hacer llegar sus demandas al Gobierno a través del órgano creado al efecto, la diputación provincial. Todo esto siempre fue en teoría, porque una cosa es el proceso teórico de homogeneización de derechos ciudadanos en un Estado y otra muy distinta la realidad de su práctica. Por ello, cuando el incremento de poder de las instancias más próximas no discurre en paralelo a la presencia en aquéllas de los elementos que permiten la mayor participación y el control democráticos, cuando tal descentralización fortalece oligarquías, cambia la condición de ciudadano por la de cliente electoral cuyo voto se paga con favores, anula la seguridad y la libertad ante los poderes públicos de cualquier persona y termina por facilitar la extorsión practicada por cualquiera que llegue a esa instancia de poder más próxima territorialmente. En Canarias esas trampas de la descentralización para posibilitar la exclusividad de los beneficios han sido frecuentes y casi rasgo común.

La nueva provincia que se creó en Canarias fue el resultado de un viejo y largo conflicto. En la etapa contemporánea, se inició cuando despuntaba el siglo XIX y el Imperio Napoleónico invadía la Península Ibérica. Creada la provincia de Canarias y fijada la sede de su capital en Santa Cruz de Tenerife, se inició un litigio que no terminaría con el siglo. Toda la historia provincial en Canarias estuvo salpicada por largos desacuerdos que ponen de manifiesto el alcance que la nueva figura administrativa llegó a tener sobre aquellas relaciones de poder y, principalmente, sobre los sectores sociales que dominaban dichas relaciones. Esta fue la verdadera y auténtica clave de todos los desacuerdos isleños.

La pugna que desencadenó en el Archipiélago la solución provincial atravesó fases distintas. Por otra parte, ese conflicto representó el mayor obstáculo para que se asimilara en Canarias el régimen liberal. En torno al mismo se produjeron la mayoría de los desacuerdos y de los encontronazos políticos. Su importancia se situó para la política isleña por encima, incluso, de los frecuentes procesos de desestabilización que se sucedieron durante todo el siglo XIX en España. En ese pleito isleño hubo dos etapas diferentes. La primera se extiende hasta 1840. En la misma la pugna se centró en la lucha por la capitalidad. La burguesía residente en Gran Canaria no podía aceptar la mayor ventaja que otorgaba la proximidad a los centros del poder decisorio. En una práctica política basada en el favor y las concesiones, la ubicación de la sede capitalina en Santa Cruz de Tenerife implicaba una ventaja que dejaba a sus vecinos en posición desigual. La mayor pujanza económica y demográfica de Tenerife explica que se mantuviera la decisión y que se constatara por sus "adversarios" la dificultad de mantener el punto de mira de sus objetivos en el cambio de capital. A partir de 1840 la estrategia "grancanaria" varió y se cambió la reivindicación de la sede capitalina por la creación en el Archipiélago de una nueva provincia segregada de las islas occidentales. Aunque hubo alguna modificación, como la división en dos distritos de la provincia entre 1852 y 1854, el objetivo de la división no se consiguió durante el siglo XIX.

Ya en el siglo XX, el camino hacia la división provincial se aceleró. Primero con la sustitución de facto de las competencias provinciales por las que trajo el régimen de Cabildos desde 1912. Fue ésta una solución de compromiso, a medio camino entre la resistencia a la división y el logro de competencias descentralizadas en cada isla. Más tarde con la creación de una provincia nueva en las islas. La división definitiva se alcanzó mediante el R. D. del 21 de septiembre de 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera. Resulta paradójica que esa medida llegara de la mano de un régimen que entre sus principios había denostado la organización provincial en España. En efecto, entre los fundamentos políticos de aquella dictadura se encontraba una crítica demoledora contra la nueva organización provincial que se gestó con el liberalismo decimonónico. Y, curiosamente, se usó con frecuencia y de forma sesgada el ejemplo de los líos que aquélla había suscitado en Canarias como evidencia y prueba de los principios antiprovinciales que sostenía la dictadura. Pese a ello, se creó una nueva provincia. Razones de oportunidad política (ante la dificultad de obtener acuerdos en las islas para poner en pie el nuevo edifico administrativo que propugnaba Primo de Rivera) y también de la mayor influencia de los valedores de Gran Canaria ante aquel régimen, explican la medida divisionista. Acogida con alegría en la isla redonda y con duelo fúnebre en Tenerife, la provincia oriental no tendría marcha atrás. Por el contrario, la siguiente República iniciada en 1931 le otorgó rango constitucional.

En aquella dictadura, los gobiernos de Primo de Rivera acometieron la reforma de la administración del Estado. El Estatuto Municipal y el Estatuto Provincial serían los soportes legales de tales reformas. Desde unos postulados netamente conservadores y basados en dos fórmulas contradictorias el resultado de los mismos se nos presenta como un híbrido entre el regionalismo conservador más tradicionalista (que inspiraba el proyecto inicial de Calvo Sotelo) y la menor descentralización que inspiraron los recelos del propio dictador. Esta contradictoria posición va a reflejarse en los argumentos que se usan en esos años para reordenar la organización provincial en Canarias. De forma paradójica, si por una parte se utilizará el conflicto provincial en Canarias como ejemplo para sostener las críticas a la organización provincial que trajo el régimen liberal, por otra, a la hora de darle respuesta a aquél problema isleño se acudirá a la creación de una nueva provincia. Desde buena parte del conservadurismo hispano se había cuestionado la ruptura con la historia y la tradición que provocó la revolución liberal decimonónica en la organización administrativa del Estado. Estos argumentos -y el uso que para ejemplificarlos se hace del contencioso insular tras la creación de la provincia en Canarias en el siglo XIX- los encontramos en la Exposición que seguía al preámbulo escrito por José Calvo Sotelo y que precedían al contenido del nuevo Estatuto Provincial de 1925 se deslegitimaba el desarrollo seguido por la organización provincial liberal. El citado texto decía: "fácil es advertir por lo expuesto el origen legal, puramente legal que las provincias tienen en nuestro derecho constitutivo. Fruto del legislador nacieron con detrimento de una antigua milenaria división en Reinos que vivificó gran parte de la historia de España(?). Como prueba de para demostrar esta acerada crítica se usaba el caso canario. En la aquella Exposición se afirmaba también que: "La rigidez del anterior sistema había engendrado muchos daños. Era incompatible, a veces, con la Geografía y por eso rompió tan pronto en Canarias, provincia interinsular que no podía acomodar su característica de fraccionamiento territorial a la unidad absorbente de una Diputación".

Cabe recordar sin embargo, que en Canarias, la instancia provincial no fue cuestionada como solución administrativa. El contencioso se planteó en su primera fase por la sede capitalina y en la segunda por la reivindicación desde las islas orientales de dividir en dos a la provincia. Nada de ello por tanto tenía que ver con la mayor idoneidad o no de la nueva organización administrativa sino con su concreta plasmación en este territorio. Por ello no deja de resultar curioso que, dos años después, el gobierno de Primo de Rivera encontrara en la fórmula de la misma provincia la solución al secular contencioso canario. Y es llamativo porque en el Estatuto de 1925 se expresaba que: "La consideración de la provincia como división territorial para los fines propios del Estado, ni es de trascendencia suprema, ni conserva todo su primitivo valer".

Pese a tales consideraciones, la creación de la nueva provincia en el archipiélago canario no fue un asunto sencillo. En los años de la dictadura, el pleito insular no estuvo ausente. Muy al contrario, desde los primeros años de aquella, las expectativas ante posibles cambios en la organización político-administrativa abrieron movilizaciones de muy distinto objetivo en las Islas. Como tantas veces había sucedido en la historia isleña, los intereses derivados del control del poder de las entidades políticas dominaron sobre planteamientos ideológicos de cualquier otra índole. De esta manera, los partidarios de mantener a toda costa la provincia única en Tenerife, ubicados en la Diputación Provincial propugnaron la pérdida de peso competencial de los Cabildos en favor del órgano regional, en la forma que éste quedara finalmente. Desde posiciones distintas, las desconfianzas suscitadas en los partidarios de la división de la provincia en Gran Canaria promovieron que una comisión de representantes de dicha isla se entrevistara con Primo de Rivera a finales de 1923. A comienzos de 1924, las Diputaciones Provinciales quedaron disueltas mediante un Real Decreto. En éste se ordenaba el nombramiento de nuevas corporaciones, encargándoles la redacción de una Memoria. En Tenerife, la redacción de dicha Memoria la redactó la Diputación. Preveía crear un organismo regional que estaría formado por 19 representantes de las islas occidentales y 13 de las orientales. Los partidarios de la división provincial, por el contario, mantenían su posición apoyados por los Cabildos y sus Mancomunidades y planteaban la supresión de la Diputación Provincial.

Al año siguiente, en 1925 el Gobierno optó por una fórmula intermedia entre ambas posiciones. Mantenía la unidad de la provincia con capital en Santa Cruz de Tenerife pero la mayoría de sus competencias pasaban a manos de los Cabildos Insulares. Se reforzaba al mismo tiempo el poder del Delegado del Gobierno con sede en Gran Canaria y se creaba una limitada Mancomunidad interinsular. Este nuevo esquema no tuvo viabilidad práctica. El órgano suprainsular mantuvo los mismos conflictos que ya había conocido la Diputación Provincial. Por si fuera poco, en 1926 se presentó otro problema a raíz de la pretensión gubernamental de crear un remedo de poder legislativo convocando para ello una Asamblea Nacional. Ya fuese por la eventualidad de que los representantes grancanarios quedaran fuera de dicha Asamblea o ya porque las relaciones de estos últimos con las principales figuras del Gobierno fuesen más estrechas (como por ejemplo las relaciones que mantenía el empresario local Gustavo Navarro Nieto, fundador del diario La Provincia en 1911 con Martínez Anido) el 21 de septiembre de 1927, el Gobierno publicaba un Real Decreto titulado de Reorganización de Canarias. En sus nuevos artículos se establecían dos provincias en el Archipiélago y se compensaba a Tenerife con concesiones en material judicial y universitaria. Fue el inicio de la provincia de Las Palmas que aún tendría que superar la convalidación de tal norma en las primeras Cortes republicanas y su inclusión en la Constitución de 1931.