Es indudable que el conflicto catalán se agrava cada día que pasa. Desde la sentencia del Constitucional del 2010 y más todavía desde que el PP ganó las elecciones a finales del 2011. Hemos llegado a lo que nunca se creyó ni probable ni incluso posible. No se trata de discutir sobre la culpa principal, pero no hay duda de que alguna tiene el ejecutivo que ha gobernado España los últimos cinco años. Y el Banco de España advierte que el conflicto puede dañar seriamente a la economía.

Estamos pues ante un problema de primera magnitud: una grave crisis política y constitucional que puede dificultar mucho la salida de la crisis. Y ahora vamos hacia el precipicio a velocidad de vértigo. El viernes pasado el separatismo cometió la gran locura de declarar la independencia. El 155 era inevitable, pero Rajoy tuvo la sensatez de hacerlo lo más corto posible (55 días) al convocar elecciones para el 21 de diciembre. Quizás era el mal menor.

Y con las elecciones convocadas -cosa que pedía el 69% de los catalanes y que hubo un pacto para que hiciera Puigdemont- el independentismo tuvo que asumir su realidad: el gobierno estaba destituido y Puigdemont hacía el ridículo 'exilándose', no había rebelión en la calle, y debía justificar su gestión en unas elecciones. En Cataluña había malestar y tristeza, pero también algo de alivio porque la gran tensión de los dos últimos meses había caído. Hablarían las urnas, después?

Pero aquel viejo dicho de que el demonio todo lo enreda parece que sigue vigente. El jueves la juez Lamela de la Audiencia Nacional dictó orden de prisión incondicional contra nueve Consellers del hasta el viernes gobierno catalán. El independentismo, que no se movilizó contra el 155 (era inevitable) ya lo ha empezado a hacer (gran cacerolada la misma noche) contra la prisión de los 'consellers" que muha gente -no sólo separatista- cree un abuso y una injusticia. Habrá manifestaciones, la campaña será más agria y dura y se corre el riesgo de que el líder de la posible lista ganadora (Jonqueras de ERC) celebre su victoria en la cárcel, algo que despediría un claro tufo "revolucionario".

Vamos al fondo del asunto. No se trata de pedir impunidad. O de contradecir el editorial de El País subtitulado "aunque genere dificultades políticas, la justicia no puede dejar de actuar".

De acuerdo, pero lo primero es que todo acusado tiene derecho a la presunción de inocencia y un juicio justo. Por eso la prisión provisional debe ser algo muy excepcional. Y aquí se aplica a un grupo de personas que no puede reincidir por estar cesados y que, hayan hecho lo que hayan hecho, fueron votados por el 47,8% de los ciudadanos en los últimos comicios. Y en vísperas de unas cruciales elecciones. Es pues una decisión temeraria que puede incendiar los ánimos y envenenar la cita electoral. A fortalecer al independentismo como expresión de protesta y a dificultar la campaña de los contrarios al separatismo.

Y además es difícil de comprender porque los fiscales del Supremo estuvieron a favor del aplazamiento de la comparecencia de sus imputados (Forcadell y la mesa del parlamento que están aforados), mientras que los de la Audiencia Nacional no sólo no lo aceptaron sino que pidieron la prisión sin fianza con la máxima celeridad. ¿Riesgo de fuga de los imputados de la Audiencia pero no de los del Supremo? ¿Y además mientras Rodrigo Rato espera el juicio en el confortable barrio de Salamanca y Urdangarín -condenado ya- su recurso ante el Supremo?

El problema no es la juez Carmen Lamela que actúa según su criterio sino la actitud de la fiscalía. ¿Hay disensiones entre la del Supremo y la de la Audiencia Nacional? ¿La fiscalía -dirigida por alguien reprobado por el Congreso de Diputados- busca vengarse del separatismo como proclama Puigdemont desde Bruselas? ¿Hay quien en ese mundo quiere también ponérselo difícil a Mariano Rajoy si -cómo es probable- las candidaturas separatistas se benefician de la entrada en prisión de sus dirigentes? Y ahora el separatismo no tendrá ya que justificar ante los electores su gestión (pésima) sino que querrá enarbolar la bandera de la democracia contra un estado liberticida.

En resumen, estamos (desde hace años) peor que ayer. Lo más triste es que quizás también mejor que mañana.