"Tucu tucuúa, tucu tucúa". Dos tórtolas conversan a quince metros de altura. Se han posado en la cima de la torre de control del escenario del parque Santa Catalina, a una altura suficiente para que las copas de los laureles de indias que tiene debajo parezcan macetas con hierbas de cocina.

El Houston del Carnaval capitalinos es un contenedor con ventanas guindado de un andamio de respeto del que salen cientos de kilómetros de cables. Una tecla de una de sus mesas de sonido, de vídeo, de voz en off o, ponga usted, de la propia cafetera, termina en un enchufe de algún lugar de la Macaronesia. Da hasta miedo tocar algo no sea que se le da macho a un drag durmiente o se hunda la fragata de la Armada que asoma por detrás del totiso del escenario.

Cuando en 1969 salió el Apolo XI a la Luna habían menos palanquetas en Cabo Cañaveral. En ese puesto, en días de galas gordas, pueden anidar allí hasta 10 operarios, todos bajos las órdenes del capitán Israel Reyes, que es a lo que la fiesta lo que el comandante Spock a la nave estelar Enterprise.

Allí está el hombre a media tarde, observando escaletas y comiendo galletas, que forman parte del avituallamiento en días de parrandas. Está todo tranquilo, de momento. Al fondo, allá abajo, se ven dos pantallas gigantes dispuestas a babor y a estribor, de tres por cuatro metros. Si se alonga uno por el culo de ambos trastos se observa que en realidad están formadas por 84 pantallitas chicas. Cada una con cuatro ventiladores, total, 336 ventiladores para refrigerar la imagen. Usted pone un documental de la 2 para verlo por allí y cambia el tiempo. A partir de ahí empieza el mareante número de un tinglado que, según Reyes, es el mayor escenario de España al aire libre. Y probablemente de Gabón.

El otro día vinieron los del Río y quedaron desbordados cuando vieron las dimensiones del asunto, que qué clase de catedral era aquello y que si era de quita y pon, le preguntaron a Spock. El carnavalero isleño está acostumbrado a ver todos los años el mismo génesis, desarrollo y desaparición de esta suerte de cartón piedra monumental, pero los artistas que vienen de nuevos se quedan pasmados. Y es que por esas tablas pasan 35.000 personas, pero no a ver, que también son otro fleje, sino a actuar. Es como si todos los aborígenes que habían en Gran Canaria en el momento de la Conquista -que es más o menos los que se estima que habían-, se hubieran puesto de mogollón en un momento dado, organizados en faycanatos murgueros o guanartematos de comparseros, o incluso sacando a sus cabras al concurso de disfraces de cabras.

Estas 35.000 personas que actúan durante los distintos programas, a su vez son guiadas por 1.200 individuos que organizan, vigilan y limpian constantemente las instalaciones, más los chóferes que llevan a los artistas a sus hoteles, los azafatos y azafatas que los devuelven a los aviones, o incluso los que están pendientes de cambiar los rótulos de los camerinos para que todo el mundo, aficionados o profesionales, se sientan como verdaderos artistas. Y es que entre el 85 y el 90 por ciento de los que actúan son amateurs, "y nos regalan su tiempo y arte", sentencia Reyes, de ahí un mimo que incluye una atención permanente, lo mismo a un murguero de a pie peticionario de local social que a una presentadora de postín.

Por fin alguien enciende algo dentro del Nido Tórtola 3.0 desde el que se dirige el cotarro. Es Armiche Falcón, técnico de sonido junto con Blas Acosta. Armiche le da a un botón y se mueve allá lejos en aquellos infiernos un foco robotizado. Para poder empatar, configurar y enchufar el cablerío se han empleado 15 días alicatando el alambique sin que se salten los plomos de la capital de provincia e islas adyacentes.

Por fin, cuando todo está en marcha hay hasta seis ordenadores portátiles a todo RAM procesando mascaritas para poder seguir las pautas que aparecen, medidas al milímetro, en las escaletas que ingenia Israel Reyes. Unas escaletas tan especiales que se estudian en las escuelas artísticas. Pero silencio. Que arranca el Carnaval.