El carnaval es tiempo de transgresión, de instinto y pasión. El que no lo entienda así está expuesto a la incomprensión, el prejuicio o la intolerancia. Un tiempo en el que el hombre, como la mujer, busca la inversión y el cambio aunque sea por unos breves instantes. Este fue el origen histórico y antropológico de las carnestolendas, que venían a dar relevo a las viejas saturnales o a las frenéticas lupercales de griegos y romanos, allá por los inicios de la Edad Media. Cosa muy distinta, y además muy seria, es lo que significa y entraña el término transgresión a secas. Hablar de filosofía no es que sobre en estos momentos, sino que se echa en falta, además de agradecerse la presencia de la reflexión en algo tan apartado de ella, en un principio, y sólo en un principio, como lo parece estar el carnaval.

Según Nietzsche, quién si no, las instituciones, y por el mero hecho de serlo, presentan una "tendencia hostil a la vida", hacia todo aquello que represente la parte más instintiva e impúdica del hombre. Señala a la religión, y más concretamente al cristianismo, como el germen de la decadencia, del final de los "espíritus libres". Por ello, y por otras razones que no vienen al caso, pontifica que un nuevo mundo es posible, en el que los sacerdotes, los "envenenadores profesionales de la vida", serían marginados y ridiculizados hasta el absurdo.

Hoy, la polémica ha vuelto a surgir tras una gala del carnaval, precisamente, por la inversión de valores que genera ver en un escenario las figuras sagradas tratadas conforme al dictado de la más pura transgresión. Y los intolerantes, los que nunca han entendido ni jamás entenderán lo que es la libertad, echan mano de ésta para cobijar sus críticas y denuestos sobre la fiesta y las personas que las protagonizan. Siempre prestos al agravio, creen ver ofensa en lo que solamente es suprema manifestación de la voluntad, de aquello que hace grande tanto al individuo como al pueblo.

Hubo una ocasión en que la filosofía, a través de uno de sus más excelsos cultivadores, echó mano de la espada para defender la vida ante el acecho de la muerte, puesto que la intolerancia es otra forma de acabar con lo más preciado, la propia libertad. Fue Descartes el que desenvainó su espada y puso en fuga a los inmisericordes, a los fatuos que amenazaban con rebanarle el cuello por sus ideas. Era otra época y otros protagonistas sobre el escenario, pero la pendencia sigue ahí, la eterna lucha entre los que buscan la verdad del hombre y los que anhelan su completo dominio.