La espontaneidad del aplauso al aparecer la foto mural de Suso Mariategui llenando el foro del escenario, las serenas y justas palabras de Mario Pontiggia en nombre de Amigos Canarios de la Ópera y la nueva ovación del público signaron un homenaje cálido y necesario al gran artista que cantó en el mismo espacio seis memorables personajes de su repertorio.

El telón descubriría, inmediatamente después de la obertura de La italiana en Argel (inmejorablemente tocada por levedad, claridad y acento), una escena refrescante que habría de mutar varias veces con retroproyecciones virtuales y decorados sólidos en desplazamientos laterales o verticales: mecanismo de transición de gran agilidad y eficacia para narrar un cuento divertido y picante con el parámetro esencial, que es el ritmo. La imaginación de Pontiggia en el trueque de épocas, circunstancias y arquitecturas, como la de Claudio Martín en el paradójico vestuario, todo ello en el marco de fantasía que delimita la escena como subrayando la broma (gran guiñol para reír), completan una producción de absoluta modernidad en Europa, con el mérito añadido de haber sido íntegramente ideada y creada en Las Palmas (echando mano, incluso, al almacén de decorados, como aconseja una buena administración). En ese contenedor delicioso, el juego escénico va de soi, alegre filigrana movida por Pontiggia en partes de solo o conjunto, corales y coreográficas. Logro pleno en la espuma de un Rossini bufo por cuyos continuos cacareos y trabalenguas no siento el menor aprecio.

Claro está que el ritmo visual sería misión imposible sin el musical. El joven maestro José Miguel Pérez Sierra, adiestrado en el Pésaro rossiniano, ha hecho un debut extraordinario en el foso del Pérez Galdós. Ya se vio en la obertura que el divertimento tendría calidad y altura en todo su desarrollo, llevado en volandas por la batuta cuidadosa de lo mínimo, atmosférica en densidades, exigente para las voces y, al propio tiempo, extremadamente mimosa. Se hacía perceptible el placer de tocar de la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria, sobrada de facultades, y la exacta respuesta en las voces masculinas del Coro del Festival de Ópera, sometido a muchas páginas de carácter variado, esplendoroso en el canto patriótico para el que les visten de bandera italiana, a tono con la protagonista. Olga Santana ha llevado a sus cantores al sobresaliente.

El sincero bravo a los directores musical y escénico es paralelo del merecido por los solistas, todos ellos dominadores de la vocalización de coloraturas con las que Rossini se pone a veces tan pesado como si quisiera solapar su magnífico trazo melódico. Nuestra mezzo Nancy Fabiola Herrera cantó suntuosamente el rol titular, con agilidades brillantes, agudos arriesgados, buen fraseo de la melodía (su aria a media voz en el segundo acto rescata la joya de entre la ganga) y una presencia escénica de estrella. Cultos y gratos el canto y la actuación del tenorino ruso Maxim Mironov, mucho mejor que en su debut de hace pocos años con otro Rossini; y perfecto de voz e histrionismo el bajo Carlo Lepore, desternillante Mustafá cuyo ancho sonido no estorba la flexibilidad del canto ornamentado.

La grancanaria Davinia Rodríguez regresa a casa con una voz lírico-ligera magníficamente colocada, extensa, segura de sí misma y tan buena actriz como siempre. Carlos Chausson, incombustible en el sonido vocal, es el bufo de los mil matices, inteligente y controlado, que tantas veces hemos aplaudido en el Galdós. Víctor García Sierra y Claudia Schneider están, como comprimatios, al nivel de los primarios.

Cuatro preciosas bailarinas, María Olarte, Rosa Montesdeoca, Cristina Pérez y Verónica Ramos, animan de continuo la acción escénica con apuntes coréuticos muy virtuosos de Claudio Martín. Y es justo aplaudir al cembalista de los recitativos, Giulio Zappa, consumado dinamizador del diálogo.

Ritmo indesmayable y sonrisa permanente en la sala. Suso habría disfrutado a tope...