Concha Velasco me dijo esta semana que sus abogados le habían dicho que no valía la pena emprender acciones contra el periodista (¿el periodista?) de Antena 3 que desde hace ya mucho tiempo afirma en pantalla que ella tiene una fijación con el sexo de su marido.

El caso de Concha Velasco es parecido a muchos casos. Una tarde llegué a un hotel de Málaga que tenía el mando roto. A las seis de la tarde estaban hablando en un programa de Telecinco acerca de uno de estos fenómenos de temporada a los que se colgaban todos los atributos perversos de los que viven las tertulias del corazón.

Cuando regresé, a medianoche, la conversación seguía siendo la misma.

Imagino que los abogados del protagonista de estos denuestos (que era Jesulín de Ubrique, un torero) le dirían a éste lo mismo que dice el abogado de Concha Velasco.

Concha Velasco dice que, entre los argumentos de su abogado, figura lo difícil que es denunciar por libelo en este país, pues mientras se resuelve el juicio los que la lanzan a las fieras siguen lanzándola a las fieras.

En realidad, dijo también en una entrevista que se emitirá pronto, y por tanto no es secreto lo que me dijo, todo eso que sale por las ondas televisivas es lo que ya dijeron o el mismo periodista u otros ante su indefensión más ominosa.

¿Qué hacer?, pues, le pregunté. Nada, no hay nada que hacer, me dijo la ilustre actriz, que de pronto guardó unos segundos de significativo silencio. Así que le pregunté de nuevo: ¿qué hacer, Concha?.

"Suicidarte, te puedes suicidar", me respondió finalmente. Ante mi estupor, siguió hablando la que fue Santa Teresa en la pantalla, una de las mujeres más firmes de la escena y de la vida. ¿Suicidarte?, reiteré yo. "Sí", me dijo, " yo lo he intentado".

Me contó en seguida algo que me dejó igualmente estupefacto, hasta que emitió algunas señales de alivio. Me dijo que ella lo había intentado; se había tomado varias dosis de barbitúricos, cuya ingesta había acompañado con unos tragos del whisky de una botella que había comprado para la ocasión.

Como no quería que esa escena terminara de manera excesivamente incómoda para los demás, había decidido dejar abierta la puerta de su apartamento, de modo que sus hijos pudieran entrar sin violencia en la casa una vez que fuera evidente que su madre o había enfermado o había sufrido un accidente con fatales resultados.

Y se puso a ver su programa favorito en la televisión, el programa de Andreu Buenafuente en La Sexta. Como nos ha ocurrido a muchos de nosotros viendo ese show extraordinario de uno de los más geniales cómicos de este país, que basa sus espectáculo en su propio ingenio y no en los defectos o dramas ajenos, a Concha Velasco se le produjo un ataque de risa; ese ataque de risa le condujo a una tos irresistible, y la tos le provocó los vómitos que sacaron de su cuerpo el veneno barbitúrico que había tomado para desprenderse de este mundo.

Y se salvó. La tele que la había condenado seguiría emitiendo salvajadas sobre su vida, pero otra tele, la tele que ella veía a menudo para su regocijo, la había salvado de una muerte segura.

Claro, suspiré con alivio. Pues era evidente que Concha Velasco estaba viva, y estaba hablando conmigo con un enorme desparpajo, pero mientras iba haciendo su relato yo esperaba el desenlace (y que éste fuera bueno) como si estuviera escuchando una narración de cuyo dramatismo todos somos culpables.

Lo cierto es que Concha tuvo su antídoto pero el veneno, no el que ella ingirió, el veneno de que constan ciertos fragmentos cada día más amplios del dial, sigue ahí, en medio de una impunidad que no parece tener remedio.

Es un veneno de amplio espectro, que ha alcanzado como una tela de araña venenosa que se ha apoderado de la conversación nacional casi jugando. Casi jugando hemos abierto las puertas a los grandes hermanos nacionales que han fabricado sus historias de amor de plástico ante las narices de la noche como si formaran la parte más viscosa de las casas; casi jugando hemos fabricado espectáculos basados en la utilización de los niños y de las niñas para obtener el retrato mediático de protagonistas excesivos del cotilleo patrio; casi jugando hemos creado espectáculos de las vergüenzas (públicas o privadas) de famosos que lo son simplemente porque ellos han vendido historias privadas cuya divulgación les procura la fama que dura un día y medio a cambio de mucho dinero, o de poco dinero, que de todo hay.

Ni la televisión se parece a este país, ni el porvenir de este país se puede parecer al griterío de la televisión. Es un deseo, que no una evidencia. Decía James Joyce que ya que no podíamos cambiar de país que cambiáramos de conversación. Concha Velasco tuvo una noche la suerte de hallar que cambiando de canal cambiaba de conversación, y ella salvó su vida gracias a Andreu Buenafuente, el extraordinario Andreu de todos nosotros.