Si bien en El rito Anthony Hopkins no quiere emular a Max Von Sydow, se encuentra en una situación bastante similar. Mikael Hafstrom tampoco ha querido imitar a William Friedkin pero le ha tocado hacer una película de terror sobre la lucha sempiterna entre el bien y el mal. A pesar de sus similitudes, El rito está en las antípodas de El exorcista. No es la típica película que abusa del efectismo para meterte el miedo en el cuerpo, sino que Hafstrom ha buscado la tensión a través de una historia muy simple, y bastante humana. Es, simplemente, la historia de la pugna entre fe y escepticismo, que encarna el joven seminarista Michael Kovak (Colin O'Donoghue) contra el experimentado sacerdote Lucas Trevant (Hopkins).

Tal vez por eso, y a pesar de las apariencias, El rito no es en absoluto una película terrorífica. Hafstrom (director) y Michael Petroni (guionista) han abordado el tema desde un prisma realista, aderezándolo con una leve trama de posesiones diabólicas que producen más sonrojo que auténtico pavor. Y que conste que no es por lo que dice Hopkins en un momento de la película: "¿Esperabas cabezas vueltas, puré de guisantes?". Sus imágenes son trilladas y sin punta. Su discurso, raído y exangüe. Es decir, el director sueco se aúpa en el imperio del cliché como ya demostrara en 1408, basada en un relato corto de Stephen King.

¿Dónde falla Hafstrom? Primero, en una falta de ahondamiento en cada una de las situaciones planteadas. Segundo, en un lenguaje cinematográfico con constantes altos y bajos. Así, un argumento muy serio (que encierra la crisis de la transmisión de la fe en la sociedad actual), resulta comunicado sin mordiente, y el espectador se queda en un anecdotismo sin mayores ambiciones. Solamente la excelente interpretación de Anthony Hopkins, que constituye el plato fuerte de la película con esa mezcla de devoción y agresividad larvada, merece un aplauso cerrado.

El rito, que incide sobre los ya conocidos temas de exorcismos religiosos sin aportar nada nuevo al género, entretiene lo justo, pero si no exigimos demasiado y estamos dispuestos a entretenernos sin más. Un segundo visionado revela su vaciedad sustancial. Es la diferencia que separa a una película importante como El exorcista de un producto frío y distante, por muy digno (o divino) que éste sea. Que Dios me perdone.