Los árboles tienen "un color teatral" y "el roble es un alce convertido en piedra", expresa, como una extrema añagaza, cerrado el telón todavía, para captar su primordial interés poético: la íntima correspondencia entre la naturaleza y los estados del alma humana, sin que esa servidumbre de espejo excluya la propia psicología del paisaje.

La herencia simbolista de sus compatriotas Swedemborg y Strindberg, Tranströmer la derrama en una polifonía de difícil síntesis, ventrílocua y "collage", que incluye por igual intimismo y realismo, expresionismo y surrealismo, misticismo y coloquialidad. El poeta se quita de en medio con advertir, por ejemplo: "Tengo un diploma en la universidad del olvido y estoy tan vacío como la camisa que se seca en el cordel", para cederle el protagonismo a la autobiografía del paisaje. A partir, justamente, de imágenes prosaicas y máculas psicológicas, no hace sino reforzar, por omisión, el ideal de la pureza musical. Sabe de la relatividad de las palabras para acometerlo, pues "lo salvaje no tiene palabras"; y la nieve recurrente de sus poemas sólo cabe en esta exclamación: "¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!". Desde su concepción sonámbula de la naturaleza, Tranströmer no hace distingos entre la realidad y el ensueño, y es ahí donde cojean las palabras: "En la rendija entre en vela y el sueño una gran carta intenta colarse en vano". Por eso mismo, el cielo de la escritura está a medio hacer; y bajo él, "los recuerdos me miran, me persiguen"... son los venados que le arrastran en el trineo del poema.