Frente al errático deambular en los últimos años de algunos de los más acreditados directores del cine contemporáneo, Roman Polanski sorprende gratamente por su solidez profesional y por la elegancia de su estilo. El cineasta polaco afincado en Francia avanza seguro por los caminos abiertos en su última película, El escritor, y continúa su revisión de la sociedad actual utilizando en esta ocasión los códigos de la comedia negra, género vigente y pujante en los decenios de los 30 y 40. Es evidente que tanto en el tono como en la forma, en los personajes como en los diálogos, en Un dios salvaje hay reminiscencias de las comedias maravillosas de Ernst Lubitsch y Frank Capra, bajo cuya chispeante apariencia se escondía una sátira maliciosa.

En su doble faceta de guionista y director, Polanski adapta la obra de teatro de Yasmina Reza sabiendo aprovechar todos los resquicios que ésta le deja para hacer un cine de autor, personal y de una profunda carga política sin necesidad de ser demagógico ni didáctico. Un dios salvaje cuenta la historia de cuatro personajes, dos hombres y dos mujeres, metidos en una tela de araña -la del matrimonio-, mientras viven, trabajan e intentan educar a sus hijos en una ciudad como Nueva York, pero podría ser cualquier otro lugar del mundo, pues la acción tiene lugar en el apartamento de uno de los matrimonios, donde los cuatro se reúnen para hablar de la reciente pelea que han tenido sus hijos en un parque.

Una de las virtudes de la película de Polanski, rodada en orden cronológico pues la acción transcurre en pocas horas, es su medida compostura, el equilibrio con el que va presentando las diferentes incidencias que poco a poco van descubriendo al espectador los hilos de una trama que se convierte, en cierta medida, en un desgarrado retrato de la condición humana, un viaje de no retorno hacia lo peor del individuo. Polanski, con la inestimable ayuda de Pawel Edelman en la fotografía y Alexandre Desplat en la música, fabrica un descarnado fresco de las manipulaciones, mezquindades y miserias de dos matrimonios que componen una especie de circo de los horrores.

Un dios salvaje es una espléndida muestra de cómo se puede hacer reír con algo tan sencillo como la vida misma. Si se estableciese un premio por robar escenas, sería para Jodie Foster, cuyo desaliñado aspecto y arisco comportamiento resultan enfermizos y divertidos al mismo tiempo; pero puestos a hablar de los actores, constatemos que todos, absolutamente todos están magníficos, desde una irreconocible Kate Winslet hasta un estupendo John C. Reilly, pasando por un insuperable Christoph Waltz. Pero hay más. Chifladuras geniales, situaciones extravagantes y réplicas a pedir de boca, nunca mejor dicho. Por una vez no hay que hacerle ascos a la diversión, porque detrás de cada chanza hay dolor verdadero.