Últimamente, el cine de Hollywood está empeñado en recuperar el melodrama romántico. Lo hace recurriendo a todo tipo de fuentes, desde las literarias (véase la saga vampírica escrita por Stephenie Meyer que colapsa las taquillas) hasta las cinéfilas, y en el caso que nos ocupa por medio de la adaptación de un clásico de la literatura inglesa, Jane Eyre, llevado a la pantalla en numerosas ocasiones, siendo la más afortunada Alma rebelde (1943), dirigida por Robert Stevenson, con Orson Welles y Joan Fontaine. Sin embargo, la factura de esta historia romántica por antonomasia es totalmente inglesa, por mucho que su director, Cary Joji Fukunaga, sea americano de ascendencia japonesa, y en ello radican sus principales aciertos.

La versión de Fukunaga de este dramón sin concesiones y con posibilidades de colarse el próximo año en los Oscar adopta un convincente tono a medias entre el costumbrismo literario y el género gótico, relacionado estrechamente con el de terror. La detallada construcción del ambiente histórico, que va desde los lienzos que decoran la mansión de Rochester hasta el vestuario de los personajes o el acento profundamente anglosajón (para quienes tengan la oportunidad de ver la versión original), alienta en los mejores momentos un aire siniestro, oscuro y misterioso, que se agradece.

Así, detalles como el carácter melancólico y sardónico de Rochester o la fuga de Jane Eyre crean un favorable contraste a los arrebatos efusivos de la pareja. Tanto Mia Wasikowska como Michael Fassbender se muestran inconmensurables en los papeles que les han tocado: construir verdaderos "tipos" y dotarles de mucha profundidad para no caer en lo manido, devolviendo de paso a los personajes ese aliento romántico perdido con William Hurt y Charlotte Gainsbourg, en la versión dirigida por Franco Zeffirelli (1996), más propia de un Grandes Relatos de televisión que del folletín sentimental hecho de amores extremos.

Fukunaga se sumerge en las legendarias aguas de la historia con una puesta en escena de admirable sencillez, que se despoja de artificios formales para pasar a interesarse directamente por el alma de sus personajes, ayudado por la espléndida banda sonora de Dario Marianelli. La de Fukunaga es una mirada de una pureza y honestidad diáfanas, que propone un viaje por océanos de romanticismo a la antigua usanza, que gustará sobre todo al espectador avezado que ya conozca la novela y se imaginará de antemano lo que, en esencia, el cineasta iba a sacar de ella. Pero si algo consigue Fukunaga, más allá de los indiscutibles, innegables valores artísticos de Jane Eyre, es que lo escrito por Charlotte Brönte siga siendo terriblemente moderno. Son las cosas de la vida, son las cosas del querer, que, como dice la canción, "no tienen fin ni principio. No tienen cómo ni por qué".