Cuando murió su columna estaba allí. Jamás incumplió su compromiso literario con La Voz de Galicia. Ahí estaba siempre, en la última página que durante años fue su sitio y también nuestro lugar de peregrinación. Leerle era un placer grande. Como escucharlo. Era el 9 de marzo de 2002. Cuando los lectores leyeron su último artículo, Carlos Casares ya estaba muerto. Había muerto muy de mañana, víctima de un infarto. Tenía 60 años y fue uno de los grandes narradores de este tiempo.

El viernes último, pues, hizo diez años de su muerte, en Vigo, su casa; era todavía un hombre joven que había derramado generosamente su genio en libros, en conferencias y en tertulias, y que además había hecho de esa generosidad una secreta manera de ayudar a los otros. Todo lo hacía sin alardes, lo grande y lo muy humilde; entregaba manuscritos ajenos y ocultaba los suyos, se peleaba sin decirlo por causas que le habían caído en las manos, y tenía, haciendo todo eso, una sonrisa plácida que ahora está en la memoria y en las fotos. Y también en sus artículos, que son una memorable aportación al columnismo periodístico español.

Escribía con una elegancia socarrona, sabiendo exactamente donde debía parar para que la poesía no alterara el relato, pero tenía poesía y tenía relato. Era exacto hasta en la bruma. Su última columna, la que salió publicada el mismo día en que se advirtió la terrible noticia de su muerte, trataba, fíjense cómo era Carlos, de una desconocida sapiencia suya, las costumbres de los conejos, y en este caso escribía precisamente de un misterio: por qué los conejos no beben agua.

Era un narrador oral extraordinario, y era un excelente novelista, que jamás alardeó de sus facultades para imaginar, para crear atmósferas de leyenda que vienen de la bruma gallega y se adentran en un espíritu cosmopolita del que no estaba exenta una ironía que cruzaba de Valle a Cunqueiro pasando por Torrente Ballester. Su capital era el gallego, pero su ámbito era el mundo.

Como Jorge Luis Borges o como Gonzalo Torrente Ballester, de quien fue amigo muy leal y muy duradero, escribía o narraba como al desgaire, sin darse importancia alguna, quitándole a su sabiduría narrativa toda solemnidad, como si estuviera haciendo que lo extraordinario pareciera obvio. La última vez que lo llamé, y lo llamaba siempre que iba a Galicia, como si él fuera el embajador cultural gallego al que uno debiera rendir pleitesía, fue para que me refrescara la memoria en torno a un sucedido de Álvaro Cunqueiro que él contaba como nadie.

Resulta que don Álvaro había simulado, muchos años atrás, en la posguerra, cuando era un mandamás en la agencia Efe, que había obtenido un premio, el Mark Twain, que se daba, con mucho dinero, en Norteamérica. Era mentira, no había tal premio. Pero con esa noticia, que él hizo circular gracias a su trabajo en Efe, Cunqueiro obtuvo préstamos a cuenta que le aligeraron los martirios de la vida. Y el Mark Twain, por cierto, se incorporó a su currículum.

A Carlos Casares le hizo partícipe de esa falsedad el propio Cunqueiro. Y cuando, poco antes de que éste falleciera, en febrero de 1981, le hicieron doctor honoris causa, el maestro de ceremonias desgranó la larga biografía de galardones del autor de Crónicas del sochantre. En un momento determinado, el hombre solemne dijo: "Y el maestro recibió también el premio Mark Twain de novela". En ese punto el maestro Cunqueiro le hizo un guiño desde el estrado a Carlos Casares...

Era muy divertido cómo Carlos contaba el conflicto lingüístico que se producía en los mediodías de su casa, cuando su hijo Jokam, confundido por tantos idiomas como se hablaban en la casa, los interrogaba a él y a su mujer, Cristina, la hermosa sueca que fue su novia, su mujer, su compañera, cómo debía decirse huevo, si en sueco, en español o en gallego... Nunca le escuché una maledicencia, nunca le vi usar su ingenio, que lo tenía a raudales, para descalificar ni para responder descalificaciones.

Un día le pedí un artículo para El País sobre la autonomía gallega. Me dejó que yo lo titulara, pues lo envió sin título. Como en algún punto él decía, de broma, que Galicia debía elegir entre ser "colonia o champú", yo tiré por ese lado de su inagotable ironía y puse ese título, Colonia o champú. Dios, la que se armó en Galicia. Él nunca me dijo nada, y cuando desde allí me lo reprocharon (pues yo fui el culpable de ese titular que algunos consideraron ofensivo) él le quitó la importancia a la anécdota con un chasquido de dedos.

Nunca lo olvido, nunca me olvido de este hombre que nos hacía mejores a los que estábamos a su lado; siempre era festivo encontrarlo, sinceramente, hondamente festivo. Diez años ya. Parece mentira que pase tanto tiempo de su muerte, pero sobre todo parece mentira que se haya muerto.