- Totoyo Millares ya es leyenda, y así se titula el disco libro que le dedica Manuel González. ¿Cuándo despertó su interés por el timple?

- El libro y disco que hizo Manolo González es el resultado de 70 años de trabajo, de toda una vida dedicado al timple, aunque primero tuve entre mis manos un violín. Y todo tiene que ver con el ambiente familiar en el que crecí. Vivíamos mis padres y mis nueve hermanos en Las Canteras, la casa del Rincón le decían, y allí pasamos más hambre que en ningún otro sitio. El proceso de la miseria fue terrible, se inició allí y acabó con la muerte de mi hermano Sixto. Él dormía en una habitación en la azotea y siempre estaba solitario. Enfermó a los 19 años y murió a los 20 porque no tenía que comer. Era el más débil, creció mucho, no se desarrolló como debía y metió la pata porque ingresó en el cuartel pensando que allí iba a evitar el hambre y ocurrió lo contrario. Tuvo que hacer mucho ejercicio físico y acabó con una tuberculosis galopante. Mi padre consiguió por medio de amistades sacarlo de allí e ingresarlo en el sanatorio en Tafira, pero antes ya había perdido el control de todo. Y allí murió el pobre. Fue la primera víctima de aquella casa. Una pena tremenda, desde luego, porque incluso ya se veía su vena poética en unos textos muy pequeños que recogió mi padre y los publicó en unos cuadernillos de la época. Eran textos muy siniestros, tristes y oscuros, todo lo que sufría, y podría haber estado a la altura de mis otros hermanos Agustín o José María, que seguían la huella de mi padre.

- Tuvo usted una familia excepcional e irrepetible en términos artísticos.

- La verdad es que era impresionante. En aquella casa había tres hermanos que cultivaban la poesía y el dibujo, que mi padre también lo inculcaba; en la pintura estaban Manolo, Jane y Eduardo; y en la música, estábamos Yeya, que estudió violín y se metió en la Filarmónica, Juan Luis, que tenía una voz de barítono y que en vez de meterse en eso se puso a trabajar sin tener en cuenta el potencial que tenía y que se lo recordaba con frecuencia Lola de la Torre, y yo. No creo que en España haya existido una familia como la nuestra, que todos fueran artistas en distintos campos, una familia por tercios, es decir, tres poetas, tres pintores y tres músicos. Es una cosa curiosísima. Además, mi madre cultivaba la música, tenía mucho talento e interpretaba de una manera increíble. Si se hubiera dedicado al instrumento habría sido una gran pianista. No exagero. Centró su vida en sus hijos. Mi madre tenía carácter y talento y también pintaba de una forma asombrosa. Nos inspiramos todos en ellos: mi padre por la poesía y la música, y mi madre por la música y la pintura. Ese fue el nido donde nació todo, y crecimos como artistas autodidactas, cada uno en su arte. Y fue mi madre quien despertó la afición por la música hasta que me encontré con el timple. José María tocaba la guitarra de maravilla y nunca estudió. También tocaba el timple, bueno, lo rasgueaba, e hizo muchas canciones como Campanas de Vegueta, De belingo, cientos de ellas, tenía facilidad, un oído bárbaro, pero no sabía trasladar la música a la partitura. No era como Néstor Álamo, que no tenía oído ninguno. De verdad que no entiendo cómo un señor que no oye, que no toca ningún instrumento, pueda componer. Las canciones de Néstor Álamo las hacía mi profesor Agustín Conch, y él nunca supo defenderse de esto. Decía Néstor Álamo que si vio el Roque Nublo, las sombras reflejadas, se inventa una historia porque escribir lo hacía muy bien, las cosas como son, pero la música la pusieron Agustín Conch, Luis Prieto... el que agarraba. Le pagaba cuatro duros y canción que te pego. Iba a Madrid a registrarla y ya estaba. De compositor nada, ni idea, además desafinaba.

- Dice que empezó tocando el violín para luego dedicarse por completo al timple.

- Todo esto tiene que ver con un guarda nocturno que estaba en la playa, que no sé qué es lo que vigilaba, la verdad. Siempre se sentaba delante de nuestra casa y en un murito que había allí sacaba su botella de ron, se pegaba sus pizcos, cogía el timple y se ponía a rasguear de una manera asombrosa. Todos mis hermanos lo copiábamos, me fijaba en él, y con cinco años no me dejaban ni acercarme al timple. Mi hermano Manolo, que era nueve años mayor que yo, me quitaba el timple y lo ponía encima del ropero para que no lo alcanzara. Un niño a esa edad, ¿qué iba a hacer? Darle golpes. Pero yo no era así, incluso me gustaba ir con niños mayores, me sentía muy mayor para estar con niños de mi edad. Y era bastante hiperactivo. Con la mujer de mi hermano Agustín, que fue quien me dio clases de solfeo y de piano, cogía el violín que era de mi cuñado, Luis Jorge. Ya entonces me ponía a improvisar y me preguntaban cómo era posible si nadie me había enseñado. Con ocho años tocaba cosas de Mendelssohn. Me ponía en posición como si el violín llevara conmigo toda la vida. La imagen lo dice solo, y un niño de esta edad nunca se pone en esta posición si no tiene disciplina musical. En la azotea de la casa de mi abuela, en el Toril, me ponía con el violín y tocaba cosas por mi cuenta. Me metí de lleno en el timple, pero cuando con siete años fui a un concierto en Las Palmas de Gran Canaria y descubrí la Quinta Sinfonía, de Chaikovsky, despertó el amor por la música clásica. Cada vez que la oigo se me ponen los pelos de punta. Ya no quería saber nada del timple, quería el violín, pero estaba presente la imagen del instrumento en manos de un borrachín en cualquier sitio de la costa, y digo en la costa porque en el campo lo más frecuente era el laúd. Entonces el timple apenas se punteaba, era la guitarra la que lo hacía. Y empecé a puntear con el timple, con todas las piezas que conocía del folclore canario sin que nadie me enseñara a hacerlo. Esto fue con cinco años. A los siete compuse una mazurca y una polca inspirada en los aires populares que oía, hice los arreglos, la armonización, todo. Precisamente, lo que hizo que José Antonio Ramos viniera hacia mí fue que escuchó la mazurca en una radio en Artenara, y le dijo a la madre que quería tocar eso y aprender con ese señor. Y la madre me lo llevó a la academia para que aprendiera.

- ¿Cómo eran las relaciones con sus hermanos en aquellos años de aprendizaje?

- Eran buenas, aunque siempre había un pique por cuestiones políticas. Por ejemplo, Manolo trabajaba con el arte abstracto, y por medio de Pedro Lezcano, que era muy amigo de mi hermano Agustín, le decía que no lo hiciera porque era cosa de comunistas y le iba a traer problemas. A Manolo le daban igual aquellas advertencias, ya que iba en busca de su arte. De alguna manera, yo conseguí que se hablaran y que se arreglaran un poco las cosas. Solo quedan las dos hermanas y yo y mis padres fueron la fuente de todos nosotros.

- Volviendo al timple. ¿Por qué decidió crear una academia de timple, la primera de Canarias?

- Ya daba clases en la casa del Monte, y en un bochinche que había allí nos reuníamos y mucha de la gente se asombraba de la manera de tocar, y me pedían que le enseñara. Ni cobraba ni nada, era un gesto por simpatía, de amistad. Y claro, pensé que tenía que crear un método de enseñanza, e inventé un método por cifras. No tenía conocimiento para hacer un método solfeístico, así que inventé un sistema que me valió para dar clases. Todo empezó porque un médico de la capital y ginecólogo, Luis Alonso, conocía a mi padre y le dijo que si no me importaba darle clase a su hijo, Juanito Alonso Castellano, que fue mi primer alumno. Yo tenía 10 años y él 17, y fue cuando empecé a cobrar. Estudiaba en el Viera y Clavijo y mi padre me advertía que no se me ocurriera cobrar por las clases, y le dije al padre de Juanito Alonso que sí le cobraba las clases, pero que no se lo dijera a mi padre. Me pagaban 50 pesetas todos los meses, y con aquel dinero me compré un jersey, zapatos, cosas que no tenía, y mataba un poco el hambre. Iba a la dulcería y compraba unas berlinas gordas fritas con mucha azúcar. Allí empezó todo. Gustavo Benítez Suárez, el aparejador, venía a nuestra casa a recibir clases de gramática y literatura que le daba mi padre; lo conocí, le enseñé a puntear el timple y el me ayudó para poner en marcha la academia. Me buscó un local debajo de su casa, en Bravo Murillo, y me lo alquiló por pocas perras. Empezó a venir gente para que le diera clases. Comencé a aplicar mi método, a coger alumnos para adiestrarlos en el timple de la misma manera que se hacía con la guitarra. Me empezaron a llamar de los colegios, el primero fue la Niña Jesús, el Paidía, luego los Jesuitas, donde di clase a José Manuel Soria, el Claret, donde enseñé a Juan Fernando López Aguilar, y después a clases particulares como a Juan Cambreleng con diez años, a Justo Jorge Padrón. La gente cree, no los alumnos, que aquello era una clase de timple y ya está. Era mucho más, les enseñaba los poemas de mi hermano, se los recitaba, les animaba a escribir y pintar, los dibujos de Eduardo y las obras de Jane, y tanto es así que en muchos de ellos se prendió la vocación literaria, como ocurrió con Justo Jorge Padrón. Les inculcaba ese amor por las artes.

- Han tenido que pasar más de 40 años para que se pusiera en valor el trabajo de Totoyo Millares como instrumentista, investigador y docente.

- Eso es muy propio de Canarias. Mi hermano José María decía siempre que si Manolo no hubiera salido de aquí se habría quedado como un pintor amargado. En Canarias hay mucha gente de esta manera, la sigue habiendo en todos los ámbitos, porque siempre hay un círculo de mediocres, tipos a los que le molesta que alguien sobresalga, quieren aplastarlos porque les recuerdan su mediocridad.

- Usted ha tenido quien ha mantenido vivo el interés por el timple entre las nuevas generaciones.

- Y para mí eso ha sido una gozada. La lucha ha dado sus frutos, incluso en las salas de conciertos. Incluso Benito Cabrera, que se ha atrevido a muchas cosas, como un museo donde a mí me pone como uno de tantos, algo de una ignorancia y soberbia tremenda que viene de que él se cree el timplista oficial. Fue por eso que escribí aquella carta, y no me arrepiento. No tengo envidia de nadie y llega un momento en que dices ¡ya está bien! Con el dinero público se fue a Nueva York ¿para hacer qué? Si fuera Domingo El Colorao, pues vale porque tiene talento, pero Benito Cabrera no lo tiene, su creación es pura floritura, y no lo digo yo solo, sino quien entiende de música. Hay que tocar y transmitir la música como lo hace El Colorao, como lo hacía José Antonio Ramos, tipos creativos.

- No ha vuelto a hablar con Benito Cabrera tras la polémica por el villancico navideño.

- No, ni quiero. Después de su postura, me habla como si fuera mi padre. ¿Dónde aprendió él si no fue de lo mío? Y así ha ocurrido con montón de cosas que he hecho y no se reconocen. Por ejemplo, y esto lo dijo Teddy Bautista y levantó ampollas, Los Sabandeños no existirían si no es por mí. En serio, el creador de Los Sabandeños no es Elfidio Alonso, sino Enrique Martín, Kike el Peta. Ni siquiera Elfidio le ha hecho un homenaje a quien iba a buscar músicos, los reunía para tocar como la parranda que montaba mi hermano en Tafira. En aquellos años, llegué con mi hermano Agustín y le dije a Kike que por qué no montaban un grupo. Aquí en Gran Canaria no se despertó una fiebre por el folclore porque aparecieran Los Sabandeños, fueron Los Gofiones quienes despertaron a la gente y salieron un chorro de grupos. A los ocho meses de nacer Los Sabandeños quise formar un grupo, algo que ya había hecho con niños en el Pérez Galdós y que fue un escándalo, ese fue el primer grupo. Llamé a un grupo de gente, y con el tiempo Perico Lino se erige como fundador de lo que eran Los Gofiones. Fue una alumna mía quien le tuvo que parar los pies en Gáldar con este asunto.

- ¿Por qué decide Totoyo Millares abandonar Los Go- fiones?

- Muy sencillo, porque querían un programita para cantar el Chipi chipi, La casita de papel, las machangadas esas, y lo que yo quería era hacer una antología de música de todas las islas, que es lo que dio valor al primer disco de Los Gofiones, y después de 42 años se sigue vendiendo. Ellos han hecho muchos discos, pero se equivocaron al elegir las cosas que quería escuchar el público. Aquí una polca, aquí otra cosas y no entendían por qué había que ir a Valsequillo a tocar unos bailes de La Gomera, no les gustaba. Y a mucha gente sí le interesaba. Empezaron los pleitos, grabamos el disco a golpe de disgustos, cedí los derechos porque el disco era mío, quedándome con un 20 % a mi nombre y no he recibido nada. Ahora es un grupo magnífico, pero demasiado sofisticado, que ha perdido la espontaneidad de hacer las cosas como cantaba el pueblo.

- Pese a los ninguneos a su persona que menciona, ¿se encuentra satisfecho de hasta dónde ha llegado el timple y la contribución del instrumento a una revolución silenciosa de la música popular canaria?

- Estoy más que satisfecho porque supone culminar un proyecto que comencé de niño y a corta edad. Estaba muy ilusionado por llevar el timple a lo más grande. Falta que el timple entre en los conservatorios, y con este tema se quemó José Antonio Ramos. Se lo dije, que él, que había llevado el timple a lo más grande, tenía la oportunidad de hacerlo para que le hicieran caso. Que ocurriera como en Moscú o en Estados Unidos, con la balalaika o el banjo, que se imparta una disciplina musical como la tiene la guitarra o el violín. No todos los instrumentos populares han llegado hasta donde lo ha hecho el timple. Me acuerdo de ver una orquesta de balalaika impresionante, y justo ahí surgió la oferta de hacer un concierto para timple y orquesta, algo que no acepté. Y hoy vemos que la gente más que artistas son fabricantes, no se crea música con seriedad.

- La prematura muerte de José Antonio Ramos parecía que quebraba el despegue de un instrumento que en sus manos era capaz de dialogar con cualquier música, enterrando por siempre su condición de parrandero. ¿Cómo le afectó?

- Fue una pérdida tremenda cuando aún tenía mucho por hacer. El trabajo de José Antonio ha tenido su continuidad. Ahí está Domingo Rodríguez El Colorao. Precisamente, estamos trabajando en un disco con material nuevo para luego hacer lo que hicimos con José Antonio, si es posible, una gira de 60 conciertos para llevar ese dúo y hacer una cosa distinta y enriquecida, como el proyecto que tienen ahora Serrat y Sabina. Y además El Colorao tiene alumnos muy buenos. De la escuela de José Antonio está Germán López, que es muy bueno también, vale muchísimo y es la continuación de José Antonio de otra manera. Tiene una formación estupenda, lo que se quiera, pero no llega a la creatividad de Ramos, no es nada fácil. Y la suerte que he tenido es que los alumnos que se han formado conmigo han salido muy buenos, han conseguido ir más allá. Decía Juan Fernando López Aguilar cuando presentamos el libro en Madrid que nunca el alumno supera al maestro, es una gran verdad. El alumno puede hacer cosas más desarrolladas, distintas y brillantes, pero nunca interpretar en este caso como uno, porque con esto se nace, no se aprende. Se puede desarrollar, acercarse a las formas, pero el resultado será una cosa distinta. Y José Antonio me decía "aprendí de ti, y ahora voy por otros caminos". Y al público le interesa mucho más la música canaria ahora y eso lo ha despertado el timple, antes no se miraba con seriedad. Y todavía hay quien te mira y dice "¡ah, toca el timple, pobre hombre!" Esto no ha cambiado en algunos, porque recuerdo que incluso mi hermano Manolo cuando yo estaba en África y tenía un violín y el timple aparcado, me decía que eso era lo que tenía que hacer. Se equivocó mi hermano. Incluso mi hija me ha dicho en más de una ocasión por qué no grabo algo de guitarra clásica. Esto, por ejemplo, cabreaba mucho a José Antonio, como cuando hablan de música culta, ¿eso que es? El timple ya tiene altura, y no es cosa menor. Hace 50 años era imposible pensar que alguien fuera capaz de hacer un concierto de orquesta y timple, o que lo llevara a una sala de conciertos con una sinfónica de entonces con arreglos para orquesta.