Conocí a Günter Grass en el verano de 1978, cuando le acompañé en una visita a Cuenca y le entrevisté largamente para la hoy desaparecida revista Triunfo con motivo de la reedición en España (Alfaguara) de su novela más famosa, El tambor de hojalata. He seguido desde entonces casi siempre con interés su trayectoria literaria y política. Grass fue siempre para mí, junto a su compatriota Heinrich Böll, el ejemplo del escritor comprometido y honesto, lo que llaman los propios alemanes una "instancia moral".

De ahí la gran decepción que me causó, me imagino que como a tantos otros de sus admiradores, cuando en una entrevista en la prensa alemana, poco antes de publicar su excelente libro autobiográfico Pelando la cebolla, confesó que con diecisiete años, pocos meses antes de que terminase la Segunda Guerra Mundial, se había alistado en una división de las Waffen-SS. Fue un pecado de juventud, del que sin duda se avergonzó tanto que lo mantuvo oculto durante más de sesenta años. A raíz de aquella revelación, Grass fue blanco entonces de una campaña de descrédito y aun de difamación en la que participaron muchos que nunca le han perdonado su militancia izquierdista. Fue su penitencia.

Ahora, Grass ha metido el pie de lleno en el avispero con la publicación en el Süddeutsche Zeitung de un poema político titulado Lo que hay que decir. En él, el novelista acusa a Israel de proyectar un devastador ataque preventivo contra Irán para castigarle por su programa nuclear al tiempo que denuncia el silencio general ante esa posibilidad. Grass se dice "harto" además de la "hipocresía" de Occidente por no exigir a Israel que someta a inspección internacional su propio arsenal atómico", como debería hacer simultáneamente Irán.

Enorme debe de ser la preocupación del escritor por las consecuencias catastróficas no sólo para los pueblos de la región, sino también para la paz mundial de un ataque a esa República islámica, como para que haya decidido romper de pronto de esa forma su silencio auto-impuesto y violar todo un tabú: el que impide al país culpable del exterminio de seis millones de judíos dirigir la mínima crítica a Israel. Grass denuncia de paso a su propio Gobierno por hacer entrega a Israel de "otro submarino" y tratar de presentar ese hecho como una "reparación" por el daño infligido al pueblo judío con el Holocausto.

De nada le ha servido al novelista referirse en el mismo poema al "estigma imborrable" con el que quedó marcada Alemania por aquel genocidio o confesarse "unido a Israel" y decir que quiere "seguir estándolo". Los ataques contra su persona no se han hecho esperar, y no sólo por parte de Israel y su diplomacia, como era del todo previsible, sino también de la prensa y la clase política alemanas, confirmándose de ese modo lo que Grass denunciaba precisamente en el poema: la imposibilidad para un germano de criticar al Estado judío.

Las críticas le han llegado desde varios frentes, incluido por la derecha el diario Die Welt, del grupo Axel Springer, que durante toda la Guerra Fría con esa cabecera y el diario Bild simultaneó un anticomunismo visceral con una defensa acérrima del Estado de Israel. También le han censurado otros conocidos periodistas como Ralph Giordano, él mismo judío, que le defendió, sin embargo, hace cinco años cuando Grass confesó su juvenil paso por las Waffen-SS. Grass puede haberse equivocado esta vez al no distanciarse suficientemente de un régimen tan opresivo como el de los ayatolás. Y sobre todo uno que niega, aunque de momento sea sólo retóricamente, el derecho a la existencia del Estado de Israel.

Pero ¿invalida eso tanto sus ataques a una política concreta del Gobierno de Israel como al hecho de que una especie de pecado original impida a cualquier ciudadano alemán criticar hoy y acaso también por los siglos de los siglos al Estado judío? También lo ha hecho Daniel Barenboim, judío y ciudadano argentino e israelí.

Claro que a esa clase de judíos, como Tony Judt, Noam Chomsky o Norman Finkelstein, por citar sólo a algunos, el lobby israelí los llama en inglés "Jewish Jew haters" (judeófobos judíos). ¿No son por el contrario los mejores amigos los que se atreven a decir, aunque duela, la verdad?