Después de ver Un lugar donde quedarse, de Paolo Sorrentino, otrora director de Il Divo, película sobre una de las figuras más controvertidas de la política italiana, Giulio Andreotti, es imposible no pensar en las palabras que Linda Lovelace, la mítica protagonista de Garganta profunda, escribió en sus memorias: "Yo ahora me miro en el espejo y me veo más feliz que nunca. No me avergüenzo ni me entristezco. Lo que la gente piense de mí no es real. Me miro en el espejo y pienso que he sobrevivido". Sorrentino no podría ponerle a su infeliz protagonista, una antigua estrella de la música llamada Cheyenne (no confundir con el cantante puertorriqueño Chayanne), un epitafio más elocuente que estas palabras de la actriz porno en las postrimerías de su carrera cinematográfica.

Un lugar donde quedarse es muy posiblemente la más convincente, patética imagen de una soledad americana desde que Wim Wenders rodó París, Texas. De forma lacónica e impasible, la película desarrolla en menos de dos horas un argumento áspero, a ratos claustrofóbico, que parece extraído de un folletín: Cheyenne vive alejado del mundanal ruido en Dublín hasta que la muerte de su padre, con quien no tenía relación alguna, le lleva a Nueva York, donde descubre que su padre andaba tras la pista de un criminal nazi, el mismo que lo humilló en su paso por el campo de concentración de Auschwitz. Como un último gesto hacía su progenitor, Cheyenne, maquillado y vestido como Robert Smith, el líder de The Cure, decide recorrer Estados Unidos hasta encontrarlo.

Semejante trama, próxima al delirio psicotrópico, sirve de base a una película imprevisible tanto en la trayectoria de su máximo responsable como en el cine italiano actual, destinada a convertirse en piedra de toque para unos y de abigarrado compendio de cuantas burradas pueden ocurrírsele a su director para otros, a pesar de su tono amargo. Está claro que en una película de estas características, la labor de los actores resulta esencial: Sean Penn, actor más dotado para el drama que para el esperpento, hace sin embargo una perfecta caracterización de Cheyenne, visceral y cuidada al mismo tiempo (lástima de doblaje), mientras los secundarios Frances McDormand, Judd Hirsch y Harry Dean Staton (¡ahí es nada!), le respaldan magníficamente. Y aunque no sé muy bien qué hace David Byrne, el cantante de Talking Heads, en la película, reconozco que es un placer escucharle. En fin, gótico italoamericano. En líneas generales.