Al hombre este le das una bicicleta y aparece en La Aldea". El "hombre este" no es otro que Bruce Springsteen, y la exageración socarrona, en boca de un hombre de unos 30 años, cerveza en mano, describe a la perfección la energía que desplegó el cantante de Nueva Jersey en el concierto del pasado martes en el Estadio de Gran Canaria. El ambiente debió agradarle, pues una cámara grabó desde un helicóptero los previos del espectáculo, seguramente para incluir las imágenes en un DVD de la gira. Profesional hasta el último minuto, la noche estuvo cargada de guiños y anécdotas que es necesario recordar.

La ola de calor y la consiguiente calima habían dejado sobre el escenario y en los pulmones de los grancanarios toneladas de polvo sahariano, por lo que fue necesario pasar la aspiradora un rato antes de que comenzara la fiesta, no fuera que, en una de estas, el sexagenario intérprete de Born in the USA diera un tropezón de esos que desplazan la cadera de sitio. Las altas temperaturas hicieron que los brucespringsteeros se confiaran con lo del abrigo. Aquello parecía un desfile hacia Las Canteras, a juzgar por lo fresquito del atuendo del personal. No contaban con el alisio o con la altitud del barrio de Siete Palmas, que fueron bajando los grados en el termómetro hasta conseguir la típica sensación de "no tenía que haberme puesto zapatos abiertos".

En el exterior del recinto, el Ayuntamiento capitalino había previsto una serie de actividades para que la gente se animara a subir temprano y evitar así embotellamientos. La verdad es que el seguimiento de la propuesta no fue demasiado, pero ayudaba a animar el cotarro preconcierto.

Los que llegaron a las 19.00 horas y justo antes del concierto entraron sin mayor problema, pero quienes se plantaron por allí a eso de las 20.00 horas, hicieron unos 20 minutos de cola, en zigzag, eso sí. Por allí había algún listo que, en su momento, había hecho acopio de entradas para revenderlas en caso de que se completara el aforo. Pero, el negocio no salió redondo, porque al no haber lleno, no le quedó más remedio que malvender los tiques por unos 45 euros, diez menos del precio oficial más económico. En esto de las entradas ha habido algún desconcierto, porque al asignarse a cada punto de venta un número determinado de localidades, más de uno se llevó un susto cuando vio que no quedaban cuando las fue a comprar. Tenía truco, había en los otros puntos. En cualquier caso el ritmo fue decreciendo, ya que en las primeras seis horas de ponerse a la venta se dio salida a 15.000 tiques. La organización esperaba un gran repunte el martes, que no se dio, aunque es cierto que muchos fueron los que se decidieron a venir desde todos los puntos del planeta para disfrutar de Bruce.

Entre ellos, dos chicos suecos que iban apuntando en una lista los nombres de los que habían aguantado horas a la intemperie como jabatos, para entrar en el selecto grupo de los 500 que están más pegados al escenario y pueden tocar y oler a su ídolo. La cosa es que tanto apuntar no sirvió de mucho, porque hubo muchos que desembarcaron por allí esa misma tarde y se vieron acreditados, con su pulserita naranja fosforito incluida, para secar el sudor del grande de los grandes. Y a ellos se consagró el bueno del Boss, que no paró de acercarse, señalarles, mirarles, picarles el ojo, gestos que les hicieron delirar.

Alguien, no ha trascendido si mujer o hombre, debió declararle su amor o pedirle matrimonio, porque él, caballero como es, se señaló el dedo anular de la mano izquierda, donde luce su alianza de casado. Precisamente, uno de los momentos más divertidos de la noche fue cuando el artista, tras presentar a todos los miembros de la E Street Band (pedazo de banda, todo sea dicho), comenzó una búsqueda imaginaria de su Patti Scialfa, paseando como un sabueso por el escenario. "¿Dónde está mi esposa?", dijo en español con un impagable acento estadounidense, "está en casa con los niños". En Sevilla ya aseguró que Patti estaba en la graduación de uno de ellos, son tres. Y es que Springsteen es un firme defensor de la familia, ya lo dijo en una entrevista: "El matrimonio y los hijos aportan más flexibilidad emocional y te permiten llevarte bien con la vida de otra gente".

En la misma presentación de los músicos, no pudo faltar el homenaje a Clarence Clemons, fallecido en junio de 2011 y cuyo espíritu estuvo excelentemente representado en su sobrino Jake Clemons, impresionante con el saxofón y, según un chico del público, "igualito a Pablo Milanés".

En un césped sin tapar, por cierto, aunque quedan partidos de la UD Las Palmas por jugar, la gente vibraba con cada canción, bueno, con el continuum en el que se convirtió el espectáculo, en el que hubo muy pocos momentos de silencio. Tanto fue así que, en uno de ellos, el público ya se olía que era el final y comenzó su característico y muy canario "oeoeoeoeeeee oeee oeeee", que dejó a Bruce con cara de póker. Resulta que no, que la cosa seguía, y él, a lo director de orquesta, mandó callar al respetable con el dedo en la boca en un solo movimiento que hizo el mutis en el aforo.

Cuando todo esto pasaba, los twitteros compulsivos no podían estar más frustrados. Haciendo fotos y vídeos que no se podían colgar en la red social, porque en el campo no hay ni una rayita de cobertura. La verdad es que tiene su lógica, porque los futbolistas no la necesitan... por ahora.

"En Estados Unidos muchos han perdido sus trabajos y sus casas, y sé que en España es aún peor... Esta canción va dedicada a todos los que están luchando", leyó el cantante de una chuleta que debía ser tamaño XXL, pegada en las tablas y que le dio mucho juego. El griterío fue enorme y alguna que otra lagrimilla se escapó por ahí. Ese espíritu optimista ante las dificultades económicas por parte del estadounidense, que también cogió un globo del 15-M, se demostró en su actitud a la hora de cantar la estrofa "hard times come, hard times go" (los malos tiempos vienen los malos tiempos se van) del tema Wrecking ball, con el puño en alto. Ponía los pelos de punta, en estos mayos que amenazan con un corralito.

Cansado, empapado en sudor, pero perfecto, sin vaguadas de intensidad en un espectáculo de tres horas, incombustible y haciendo un homenaje a todos los ritmos que han conformado el puzle musical de Estados Unidos. A veces irlandés, como su padre, a veces latino, como su madre italiana. Rock, country, soul... Hasta pinceladas que recordaban a los indios americanos. Sólo le faltó cantar el Streets of Philadelphia, para decepción de una fan que sostuvo durante todo el bendito concierto un cartel con el nombre de la canción y que debe llevar dos días con los brazos entablillados. Ah, por cierto, hay que entregar un manual titulado Qué diablos es eso del pío pío a la próxima estrella internacional que pase por aquí.