Una tarde, aún estudiante de bachillerato, con indisimulable nerviosismo, di mi primera lectura pública de versos en la Escuela Luján Pérez de Las Palmas. El acto había sido organizado por Manuel González Barrera. Los responsables de la Escuela eran -ante los atentísimos ojos de los censores del momento- Felo Monzón, Juan Rodríguez Doreste y Mario Pons. Pero el grupo de jóvenes artistas y poetas de la Escuela -entre los que, con Manuel, se encontraban Sergio Ruano, Ulises Parada, Rafaely y Francisco Lezcano- era el que realmente imprimía el rumbo y el ritmo a unas actividades que los mayores se limitaban a asumir, con tantos temores como audacias. Esa facción juvenil de la Escuela divulgaba- la revista Zemerón, cuyos ejemplares se confeccionaban artesanalmente, de uno en uno. Manuel González Barrera había venido a la casa familiar unos meses antes para exponerle a mi hermano el deseo de escenificar su poema Oí crecer a las palomas, proyecto que se materializó en el verano de 1959, en El Museo Canario, bajo la dirección de Juan Marrero Bosch. La invitación a aquella lectura surgió en esta visita.

Nuestro trato, hasta su establecimiento en Lanzarote, fue frecuente, y nuestras lecturas, por intercambiables, comunes: Los caminos dispersos de Alonso Quesada; la Antología rota de León Felipe; Vientos del pueblo de Miguel Hernández; las Odas elementales de Pablo Neruda... Mientras tanto, Manuel, sin dejar de pensar en Carmen, había ido escribiendo los poemas de su primer libro, Mar humano, que escuché conformarse en su domicilio de la calle Cebrián, junto a otros -por entonces- jóvenes contertulios. Manuel decía sus versos apasionadamente, con un gesto retador y arrogante, ante la situación política de aquellos días, sin que con ello consiguiera desdibujar su talante de hombre comprensivo y generoso: tuvo "el corazón por arma". (Acaso sólo por el recuerdo de esas ocasiones Rafaely, que mucho afecto sintió por él, lo representó en una caricatura como un gallo de pelea). Mar humano, número cuatro de la Colección Mafasca, fue impreso en octubre de 1964.

Después se sucedieron las lecturas en grupo que propiciarían la aparición, en 1966, de Poesía Canaria Última. Manuel ya había publicado Afirmación y acercamiento de mi isla, y, por razones de censura, dejaba momentáneamente inédito su libro más corrosivo: Guía turística no oficial Y luego la dispersión. Ahora que he vuelto a releer la primicia poética de Manuel, su Mar humano, me confirmo en la idea de que acertó en lo principal: explorar y asumir, con todas las consecuencias, la condición de insulario.