Dos décadas después de que un Toyota todoterreno se cruzase de manera trágica con el Jaguar de César Manrique y acabase con su vida en el cruce de Tahíche, junto a la Fundación que lleva su nombre, aún nos interrogamos por el origen de su poder para transformar Lanzarote y convencer a sus vecinos de que su camino era el correcto. Su gobernanza podría corresponder al perfil del déspota ilustrado, al autócrata, al visionario, al ojo que todo lo ve. Una especie de artista de corte al que un rey le pide un lugar para el disfrute de sus súbditos. Pero no fue así: primero estaba la necesidad de los lanzaroteños por encontrar una salida a la inestabilidad económica de su modelo agrícola, esclavo de la sequía; segundo, el franquismo de los cincuenta/sesenta ya empezaba a explotar los paraísos de la costa, a la búsqueda de ingresos turísticos, y tercero, el artista no venía de un planeta desconocido, sino que era el hijo de un próspero comerciante de Arrecife, el nieto de un notario, el descendiente de una familia que veraneaba en Famara, el amigo de Pepín Ramírez (presidente del Cabildo y promotor público de la reforma) y hasta había servido en la guerra civil en el bando de los vencedores (algo de lo que nunca quiso hablar y que finiquitó con la quema con petróleo de su uniforme en la azotea familiar tras la vuelta del frente en 1939).

César Manrique tenía todas las credenciales y avales: unas, en efecto, le daban la autoridad y el reconocimiento, y otras le venían incrustadas por la forma en que decide abordar el proyecto personalista de desarrollo de la Isla. Iba a ser un artista social, puro marketing, propulsor de publicidad, anzuelo para la aristocracia del régimen, encantador de empresarios, seductor de monarcas, actores...

El refundador de Lanzarote no repudiaba el éxito ni la fama. En los años cincuenta, en Madrid, es ya un creador de moda; en las fotos de la época podemos ver que la cotización de sus obras, principalmente las intervenciones en interiores de hoteles (Fénix) o firmas como El Corte Inglés o el Banco Guipuzcoano, le permiten acceder a los círculos sociales que despegan con la economía del Plan de Desarrollo y que no tienen nada que ver con la rancia autarquía del militarismo asentado en la Dictadura.

César Manrique, a veces con la camisa de pescador de La Graciosa, ejerce de anfitrión en su exquisita residencia, con una decoración en la que sobresale la naturaleza de Lanzarote y los objetos de la vida diaria de sus paisanos. En su casa de la calle Covarrubias, en la capital, se exhiben joyas de Maud Westerdahl y esculturas de Pablo Serrano. Y también posa junto a una joven duquesa de Alba después de la actuación de Gabriela Ortega y Fosforito (1958). ¿Franco? Él era un hedonista, y como tal desconectó de la tragedia de los muertos, de las revoluciones, de las cárceles, de la pesada losa de la vida, de los exiliados. Algunas veces, a través de las fotografías, parece que estamos ante un extranjero que flota en un territorio todavía con las brumas de la guerra. También podría ser el instigador de una gauche divine deseosa de pasar página. Extrovertido, no estaba predestinado precisamente para encerrarse en un estudio y acometer el trazado de una carrera atormentada y plagada de registros intelectuales. Una renuncia que no le perdonaban por aquellos años los sesudos (y muy publicistas) artistas del grupo El Paso, que, al igual que él, se iban a beneficiar del tímido aperturismo del franquismo.

Viaja a Estados Unidos (1964) sumido en una crisis espiritual por la muerte de su compañera Pepi Gómez, víctima de un cáncer de matriz. La estancia (hasta 1966) en el lugar de la prosperidad le acerca a la evolución del mundo, a la capacidad del hombre para cambiar el estado de las cosas, y sobre todo a los grandes artífices del progreso americano, como Nelson Rockefeller, de cuya fundación recibe una beca. Había conocido al magnate en una fiesta en la casa madrileña del arquitecto Javier Carvajal, a la que el lanzaroteño asiste invitado por Luis González Robles, el comisario elegido por el régimen para la selección de los artistas que representan a España en las bienales europeas e iberoamericanas. También frecuenta en su ciclo estadounidense, a través de su galerista Catherine Viviano, a Andy Warhol. Bebe de la cultura visual. Sobrepasa los límites.

Va más allá del informalismo pictórico. Empieza a vislumbrar una concepción global del arte: la intervención en el paisaje, la capacidad atronadora para modelar un territorio, la fuerza ética para modificar el destino de un pueblo, la misión pedagógica... Era, en definitiva, la tesis que contenía la petición de retorno a Lanzarote; una llamada en medio de Manhattan, a la sombra de los rascacielos, para que dejase todo y volviese para levantar un nuevo orden, como un arquitecto que entiende que bajo el calor volcánico de la Tierra del Fuego está la esperanza para evitar el éxodo de los habitantes. La vuelta a la Isla se cierra.

¿Qué ocurrió en Lanzarote? ¿Por qué no se repitió el mismo proceso especulador y destructivo de otros lugares de la costa española? Ya hemos subrayado aquí que César Manrique no es un creador en su torre de marfil, ni que tampoco tiene aversión al dinero ni a manejarse entre las procelosas aguas del capitalismo urbanístico que empezaba a emerger en la España de los primeros bikinis. El crecimiento de la Isla, la planificación de Costa Teguise o la creación de la red de enclaves turísticos (el Mirador del Río, la Cueva de los Verdes, los Jameos del Agua, el Jardín de Cactus...) iba a traer consigo un modelo donde los empresarios, conscientes de la influencia del artista, aceptaban sus propuestas, aunque ello supusiese una rebaja del beneficio económico en favor de la naturaleza. Los encargos de José Pepín Ramírez Cerda (padre del actual presidente de la Fundación César Manrique), como presidente del Cabildo insular, empezaron a emerger con planeamientos técnicos en los que participaron inicialmente arquitectos, entre otros, como Pedro Verdugo Massieu, Eduardo Cáceres o Fernando Higueras. Este último, autor de hotel Salinas, con ajardinamiento de Manrique, declaraba en 2003: "Lo mejor que hice en Canarias es lo que no quise hacer. Lo que no quise hacer en el gran volcán del Golfo, cuando llegué al principio: un hotel de cuatro estrellas al oeste de Lanzarote el año 63, y que se habría cargado lo más hermoso de ver en esta preciosa isla con mi ecológico hotel. Igual me enorgullece haber salvado La Geria y las Montañas del Fuego hoy parque de Timanfaya que son parque para nosotros". Había una filosofía, una moral, una vigilancia, un miedo al fracaso que el artista había filtrado de una punta a otra de la Isla. En 1974 atornillaba aún más su misión: publica Lanzarote: Arquitectura inédita, el manual dirigido a convencer a sus vecinos de cuál era el camino correcto para el bienestar de la Isla. No había un pacto escrito con los promotores, pero todos sabían que el artista era la autoridad y también la riqueza que cercenaba de raíz una larga tradición de hambrunas y emigración. El pueblo pintaba sus ventanas de verde y las paredes de blanco; el picón negro de los jardines se convertía en una seña de identidad para Lanzarote. Nacía un fenómeno inédito, quizás irrepetible: nunca un esteta había llegado tan alto en su repercusión social, en ser aceptado. Los vuelos no paran de llegar al aeropuerto.

Terence Ridley, conservador jefe del Departamento de Arquitectura del Museo de Arte Moderno de Nueva York, describe muy bien las emociones que transmitía el César Manrique de aquella época. Tras una visita a la Fundación, y al ver unas imágenes de la etapa en que la burbuja volcánica aún era la casa del artista, escribe: "Las fotografías de la época muestran que habitó la casa en expansión como una especie de príncipe artista de la Nueva Era, paseando por los campos de lava desnudo y escoltado por un enorme perro. En otras fotos", continúa Riley, "aparece pintando en su estudio a lo Jackson Pollock, derramando chorros de pintura sobre un lienzo de pintura extendido en el suelo (€). En los interiores se mezclaba el glamour de los años setenta de Nueva York con elementos originarios de la isla: un gran piano, lámparas Magistretti, esculturas africanas o muebles de piel negra, todo ello dentro de paredes jalbegadas y de vigas de madera en bruto".

Pero cualquier parecido con la frivolidad sería un equívoco. Años antes de su violenta muerte ya sabía que los tiburones del ladrillo, en su mayoría descendientes de los campesinos que él había rescatado del hambre, se confabulaban en alianza con la nueva clase política contra el proyecto que él había levantado. Sólo hay que acudir a las hemerotecas o a sus escritos (La palabra encendida) para constatar que en sus últimos años de vida siempre estaba a la defensiva. Veinte años después, sus temores siguen vigentes, pero nadie puede poner en duda que Lanzarote resiste como destino único y extraño en el orbe turístico. Y todo por el joven que se bañaba en Famara, su lugar preferido.