Si el blues no suena a machacado, a carretera, a vida, de nada valen sus recetas. Cualquiera puede aprender a tocar una escala de blues, pero otra cosa muy distinta es vérselas cara a cara con el demonio que custodia sus esencias. Javier Vargas es de los que conoce el misterio y sabe conjurarlo con las seis cuerdas de su guitarra. El pasado sábado, liderando la enésima encarnación de la Vargas Blues Band, ofreció una magnética lección de fraseo e intensidad en The Paper Club.

El grupo es básicamente un power trio más voz. Vargas, Luis Mayol (bajo) y Peter Kunts (batería) se explayaron en un formato que deja buen espacio para que cada instrumento suene con nitidez y empuje al resto. Mayol a veces atacaba el bajo eléctrico con púa, ofreciendo mayor mordiente, en esa idea de combo que tan bien exploraron en su corta vida Cream

Sonaron blues de todos los colores, tempos y tonalidades, versiones del Big boss man y Love me two times, e incluso temas roturados en los predios del rock o del funky, con el bajo en un insistente slap. El vocalista Bobby Alexander sabe ceder protagonismo a quien lidera la banda, pero es un buen cantante, que echa mano de unos curiosos agudos en falsete cuando hace falta y tiene también su cosita de showman.

Pero el foco señala a Vargas, que dio un curso de guitarra eléctrica tocada con gusto, mesura y sin fuegos fatuos. Un par de veces acudió al tappig para realzar algún solo, pero su estilo descansa más sobre la frase bien articulada que sobre el artificio.

Evocó a Hendrix alguna vez y otra a Carlos Santana, pero sin perder de vista su propio ADN, una versatilidad que le ha permitido a lo largo de los años embarcar su proyecto en distintas fusiones sin zozobrar en el intento. Dos horas de blues pueden parecer sobre el papel un soliloquio monótono, pero si alguien es capaz de agitar esa coctelera y pintarla de colores para que la cosa no decaiga es precisamente Vargas.