Al igual que en Tenerife con una obra de Emilio Coello estrenada por la Sinfónica, el acto institucional del primer siglo del Cabildo de Gran Canaria culminó con un concierto de su Filarmónica encabezado por el estreno de Las campanas de Gran Canaria. El autor, Pedro Halffter, director titular y artístico de la orquesta, lo dedicó amablemente a la corporación centenaria. Utiliza en toda la pieza un motivo de dos notas tomado del más sencillo toque de las campanas del la catedral de Santa Ana y lo desarrolla ingeniosamente con una técnica repetitiva que desplaza sucesivamente el acento y los planos de distancia. Desde la entrada del arpa, subrayada por maderas como entre brumas de amanecida, hasta el último impulso, la incorporación de timbres que se desplazan y el juego de intensidades irisan el escueto material y sus alternativas rítmicas, evocando los celajes de las horas del día con bien controlada delicadeza, sin efectismos ni grandes contrastes dinámicos. Domina una suspensión esponjosa y blanda, entre puntillista y alargada en pedales graves, que ratifica la poética de evocación por encima de la descripción realista, y despliega un peculiar minimalismo en la sostenida austeridad del material temático. Halffter ha entregado una pieza de circunstancias sin traicionarse a sí mismo.

En el programa volvimos a oír el primer Concierto de Liszt en las manos esplendorosas de Iván Martín, en su discurso romántico, siempre potente, y en el perfecto dominio virtuosístico. El slancio de su fraseo guarda proporción idónea con el gran estilo y la elegancia. Un orgullo para la música canaria. No fue perfecta la prestación orquestal, con frecuentes desajustes y sonoridad abrupta en las correcciones del tempo desviado, a resultas, quizás, de un ensayo orquestal insuficiente para un texto poco convencional en concertación y abundante en señales anti-cuadratura.

La Orquesta quiso asociar el centenario cabildicio al bicentenario de Wagner y de Verdi. Del primero, el inefable tándem del preludio y la muerte de amor de Tristán e Isolda, un poco más vivo de lo que uno sueña como canon ideal para degustar tanta música y tan prodigioso refinamiento armónico, pero correctamente leído. Y del segundo, la obertura de La forza del destino, muy desinhibida y en punta de carácter, pero poco más que una charanguita después del milagro tristanesco. Como bis, una desmelenada danza criolla de Ginastera que rompe todas las costuras de la brillantez rítmica.

Los himnos de Gran Canaria y de España dieron fin al concierto, con el público en pie.