La apertura de la 47a Temporada ACO rindió homenaje a la memoria del doctor Damián Hernández Romero, fallecido el pasado sábado. Miembro de la junta directiva durante la mayor parte de sus ediciones, fue un puntal de la lucha por la continuidad y el crecimiento, volcando su pasión operística en un activismo digno de la gratitud de todos y de la ciudad en primer lugar. La sobria y justa dedicación que se escuchó en la voz de Mario Pontiggia antes de alzar el telón, rubricada por el general aplauso, citaba la dilección que por La Traviata sentía Damián. Los misterios del azar han hecho de este título verdiano expresión idónea de su adiós.

Fue otro comienzo vencedor en la historia innumerable de las batallas libradas por ACO para cumplir la cita anual: quizás la más grave, si bien superada in extremis con la reserva de sensibilidad que, por ventura, neutraliza a veces las decisiones erróneas. La producción presentada, que arrancó las ovaciones de las grandes noches, llena de razón a quienes bregan incansablemente por mantener en vida un acontecimiento de cultura que ya figura entre las mejores tradiciones del ser profundo de la capital. Pontiggia hace de la necesidad virtud y consigue llenar la desnudez escénica de calor humano y emotividad dramática. De hecho, la temperatura musical, vocal y teatral subió sin pausa desde el primer acto hasta el final, atrapando al público en la urdimbre sutil que entrelaza los hilos del placer y los del sentimiento. Cuando vuelvan los buenos tiempos, que llegarán si no quiebra la permanencia, será de justicia premiar a este gran profesional con presupuestos que le permitan desplegar su potencial creativo, largamente demostrado. Todos ganaremos con ello.

Los problemas generales se hicieron personales con la indisposición de la soprano contratada para el rol titular, pero superados con brillante eficacia en la localización de otra de alto nivel, Elena Mosuc, a la que conocí hace unos quince años como celebrada mozartiana. La voz ha ganado densidad y cuerpo sin perder agilidad ni línea. No hay Traviata sin una soprano que sea "tres sopranos" a la vez: belcantista para las vocalizaciones, coloraturas y fermanas del primer acto, lírica romántica para los espléndidos dúos del segundo y trágica para el "addio" del tercero. Casi recién llegada y con un solo ensayo, Mosuc afrontó dignamente los escollos del primero aun cuando fuesen evidentes sus cautelas de emisión y ataque; convenció en las alternativas de felicidad y desgarro del segundo; y conmovió con la refinada musicalidad del tercero. Tan dotada para el canto filado y los reguladores sutiles como para la emisión abierta y expansiva, su Violetta es muy importante.

Junto a ella, la voz juvenil, envidiablemente timbrada y emotiva del tenor lírico Francesco Demuro, un Alfredo de contagiosa expresividad y buenas maneras actorales, fácil en el sobreagudo (hasta el largo y muy limpio do natural con que culmina la cabaletta de su escena del segundo acto) y viviendo a fondo el personaje; y la extraordinaria calidad baritonal de Juan Jesús Rodríguez, Germont antológico por la extensión, la homogénea seguridad y la rica conjunción de resonadores de una voz en la cima. Su Di Provenza es quizás el mejor de los aquí escuchados. Impecables los comprimarios Carmen Esteve, Rosa Delia Martín, Francisco Crespo, Badel Albelo, Gianluca Margheri, Jeroboán Tejera e Iván Figueira. Espectacular la bailarina Cristina Pérez.

El maestro Alessandro Vitiello dio muy leal servicio a los solistas y mantuvo a la Orquesta Filarmónica de Gran Canaria en estimables valores de discreción y musicalidad. El Coro de la Ópera que dirige Olga Santana, entregado y entusiasta. El público, primero convencido y finalmente seducido, desahogó su satisfacción en aplausos y bravos inconfundibles.