En el cuarto de hora que dura el emblema surrealista del séptimo arte, el escultor grancanario Juan Márquez atraviesa, junto al pintor Pancho Cossío, el jardín parisino en el que yace la ninfa desnuda de Un perro andaluz. "Su participación es escasa, pero lo importante es que estuvo allí", señala el arquitecto y profesor de la ULPGC, José Luis Gago, comisario de una amplia muestra retrospectiva de la obra del escultor que se exhibe en el Cicca. Por esta razón, acaba de rescatar algunos textos que atesora de Márquez, en los que relata una serie de anécdotas, algunas hilarantes, en torno a la película y su gestación.

Corría 1929, cuando el sugerente (aunque exiguo) dúo formado por Luis Buñuel y Salvador Dalí materializaba, en sentido literal, sus sueños y delirios en Un perro andaluz. El primero acababa de aparcar "la literatura que no hacía por el cine que realmente iba a hacer", cuenta Márquez, y su familia, hastiada de su atasco creativo, envió a París la última aportación económica que iba recibir de ellos: 25.000 pesetas. Por aquel entonces, Juan Márquez trabajaba como escultor y se formaba en una academia artística en París, donde recaló por medio de una beca del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria. Junto a su amigo el pintor Pancho Cossío, residía en un barrio español próximo al bulevar Aragó y, aunque nunca perteneció al grupo de los surrealistas, Márquez siempre estuvo rodeado de grandes artistas de vanguardia y creyentes del surrealismo, el cubismo o el realismo, con los que compartió piso y, en algunos casos, amistad. "En aquel tiempo, en Francia, los artistas españoles estaban más o menos relacionados entre ellos", explica Gago, "en esa zona vivían muchos artistas españoles y era fácil que se terminaran conociendo unos a otros porque sus estudios estaban muy cerca".

Después de que la navaja seccionase un ojo y se manifestasen las hormigas en la palma de una mano, el presupuesto de Un perro andaluz se había evaporado y aún faltaba rodar el último episodio de la película para su montaje definitivo. Fue entonces cuando Buñuel le confío a Cossío, por el que sentía "una gran simpatía y una franca admiración", según Márquez, que necesitaba un parque con un lago, para enmarcar la escena de la ninfa desnuda, en cuya espalda cae un hombre atravesado por las balas. Cossío le transmitió el mensaje a su compañero Márquez, que encontró respuesta a las plegarias de Buñuel en el jardín del magnífico Hotel en Passy en las afueras de París, propiedad de la Baronesa de Maltos - Vieira, a la que conocía a través del grancanarioo Luis Doreste Silva, que a su vez la conoció en una fiesta parisina. Doreste, que entonces trabajaba en la Embajada española, consigue el permiso y Márquez conduce a los surrealistas al último escenario de su película. Sobre ellos, Márquez escribió que Buñuel "tenía la sangre en constante ebullición y la palabra agitada" y que "decían todos los que entonces lo conocían más que yo, que era tan testarudo como el más testarudo de los aragoneses". En cuanto a Dalí, cuenta que "vestía todo de gris, delgado como un hilo de bramante y un bigote tan fino, tan fino, que parecía pintado".

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