Hay en Canarias muchos casos de proteína pura, en la actualidad y en la historia, y es legítimo decir que no siempre los canarios, de esta época y de épocas anteriores, hemos sabido aprovecharnos de esa savia. Somos muy dejados, por usar esa expresión tan campesina y tan nuestra. Dejados para valorar lo que tenemos y dejados para agradecer lo que nos dan.

Por ejemplo, no sé si hemos sido suficientemente diestros (otra expresión campesina y nuestra) para seguir de veras las enseñanzas y el ejemplo de César Manrique, a quien ponderan ahora incluso los que trabajan en contra de las convicciones que el gran artista lanzaroteño defendió. Y me parece que hemos sido también muy dejados con don Antonio González, el científico realejero que puso su inteligencia y su entusiasmo a un proyecto de investigación que ahora agoniza en La Laguna. Y hemos sido particularmente descuidados con grandes personajes de las generaciones de la posguerra, como Pedro González (a quien La Laguna le debe un museo), como Manuel Padorno (que se desvivió por reflejar la luz de su tierra) y con Manolo Millares, que se merece por lo menos la pleitesía artística que recibe en otros ámbitos.

Esos son algunos nombres propios, nada más; tengan en cuenta que la casa de Viera y Clavijo en Tenerife ya se cayó a pedazos, y que donde vivió Domingo Pérez Minik ahora no hay ni una placa. Y no hace falta recordar esa tan reciente y triste situación que acompañó a Arturo Maccanti hasta su último suspiro.

Pero así somos, así parece ser nuestra idiosincrasia. Lo que sucede es que no tenemos respeto por la experiencia, por el magisterio y por la educación que proviene del recuerdo de los nombres propios, las actitudes y la obra de personajes que en lugar de vivir en nuestra memoria activa están sepultados bajo la ceniza de la ignorancia y cuando no de la ignominia del olvido.

Generaciones nuevas vendrán que quizá remedien esta forma de estar en la historia, que es como no vivir en ella, y rescaten del baúl de la nada a aquellos que contribuyeron, o contribuyen, de manera decisiva a ponernos a pensar, a mirar y a investigar.

Ahora tienen las nuevas generaciones, y las que no son tan nuevas, ocasión de prestar atención a un nombre propio muy singular y muy importante de las artes del siglo XX (y del siglo XXI), el escultor Martín Chirino, que está a punto de cumplir noventa años y que inauguró este martes en el espacio cultural de la Fundación Caja de Ahorros de Santa Cruz de Tenerife la que quizá sea su más espléndida exposición antológica hasta el momento.

Estuve en su encuentro con los periodistas, como periodista que soy, y me pareció estupendo lo que dijo Chirino sobre el momento delicado que pasa la concepción pública de la cultura como elemento generador de discusión y de pensamiento.

La cultura, piensan los poderes públicos y piensa demasiada gente, parece que tiene que ser rentable a corto o a medio plazo, como si la rentabilidad fuera el propósito que siempre mantuvo su llama. Chirino estaba hablando de ello porque los periodistas le preguntamos por el momento que vivimos, que afecta tanto a la inversión en educación y cultura.

Mientras hablaba el gran escultor yo pensé en lo que en otro tiempo sucedió en el mismo escenario, Santa Cruz, en el que estábamos: en los años 70, un Chirino casi tan joven como el actual, nos hablaba de lo importante que era aprender, viajar, irse y volver, contrastar, mirar en el extranjero lo que pudiéramos importar para nuestro conocimiento insular; eso que decía fue de pronto patrimonio nuestro, porque además lo decía y lo hacía mientras ayudaba a otros a montar la I Exposición Internacional de Cultura en la Calle y a organizar conferencias y coloquios sobre lo importante que era la cultura como instrumento político y educativo de la revitalización de las ciudades.

Entonces y ahora el discurso de Chirino era de decidida defensa de lo público, y trabajó con ahínco para que esas no fueran sólo palabras; reactivó el Círculo de Bellas Artes en Madrid, puso en marcha el CAAM en Gran Canaria, contribuyó con sus enseñanzas a que generaciones de creadores y de apasionados de la cultura tuvieran su estímulo intelectual, y siguió haciendo su obra con un ahínco impresionante, como puede verse ahora en el espacio cultural que alberga su extraordinaria aportación al símbolo mayor de nuestra cultura, la espiral.

Así pues, Martín Chirino es un gran hombre, un artista, un ciudadano sobresaliente, comprometido con su pueblo y con sus pueblos, cuyo discurso sigue siendo como el de hace cuarenta años, cuando nosotros aprendíamos de él la trascendencia de la cultura como espacio público.

Ahora tiene la sociedad una manera de reconocer esa trayectoria; me alegra mucho esta exposición de Tenerife por muchas razones, entre otras porque de cierta manera concluye una espiral (si es que las espirales concluyen) cuyo comienzo nosotros tuvimos el privilegio de contemplar en la misma isla; pero sobre todo porque supone un paso más hacia esa proyectada fundación suya en el Castillo de la Luz de Las Palmas de Gran Canaria.

Que el patrimonio público que él ha ido creando tenga consecuencia en este tiempo en el lugar donde nació, donde inició la espiral de su vida, sería un reconocimiento a él pero también una manera de prolongar sus enseñanzas como artista y como ciudadano. Ojalá llegue a los que han de cumplir con la tarea de llevar a cabo ese proyecto el entendimiento de que Martín Chirino merece un espacio que en sí mismo sea el escenario de su discurso, público y bello, como una de las esculturas que ahora se exhiben para honrar el aire de la historia en la que ya está inscrito.