Un bis sin precedentes sorprendió y fascinó a cuantos llenábamos el Auditorio: puestos en pie, los casi cien instrumentistas entonaron a cappella un hermoso coral a cuatro voces de la liturgia hungárica. Todos cantaban con sutileza y afinación perfectas, empastados y equilibrados como grandes orfeonistas. Auténtica caricia sonora tras los excesos de la sonoridad orquestal. El concierto fue dedicado a la memoria de Manuel Feo, gestor vinculado al Festival y al Teatro Guiniguada, que falleció el pasado lunes.

El maestro Ivan Fischer hizo sonar tenuemente la introducción a la obertura del Freischutz de Weber, desplegando después en los temas festivos el poder de unos arcos espléndidos, unos vientos pasados de volumen y unos solistas de muy alto nivel.

En el soberbio Primer Concierto en re menor para piano y orquesta, sonó Brahms como nunca debería sonar: plúmbeo. Grave pecado en intérpretes tan avezados y sobre todo en el famoso director que les pedía intensidades agobiantes, ahogaba a veces al solista e identificaba de continuo lo virtuoso con lo ruidoso. El maestoso inicial, una carrera del conjunto en pos del solo, que no entraba en caja pese a los cabreados batutazos del director (vuelto hacia él), se hizo interminable. El adagio fue anodino y tan solo en la animación del rondó final cuajó la unidad de ambas fuentes sonoras, tuvieron los pesos algún sentido y se oyó un Brahms aceptable. El pianista griego Dimitris Sgouros, muy proyectado en la escena internacional, desplegó un juego a veces borroso, secamente percutido otras, y en general insípido. Su calidad no lució en toda la obra, sino por instantes.

Con la mejor de las siete sinfonías de Prokofiev, la Quinta Op. 100, todo funcionó mejor, aun sin alivio del estruendo hiperdecibélico de un concierto para sordos. Nada que objetar a la precisión de impulso y fraseo de la espléndida sección de cuerdas, ni al virtuosismo de la madera (clarinete y oboe singularmente) ni al brillo de los grandes cobres, y mucho que reprochar a los percusionistas desaforados desde la coda del primer movimiento. Personalmente prefiero un Prokofiev más sesgado, lúdico e irónico, pero cada intérprete muestra sus preferencias, no las mías. Lo mejor estuvo en los movimientos sobre ritmos de danza, y, en resumen, los fraseos libres de ruido. Es curioso que estos profesionales tan refinados en el canto coral sean tan exagerados en lo que es su función dominante: la orquestal. Ignoro si realizaron previamente una prueba acústica de la sala, pero la pesantez de los ocho contrabajos, la tuba y el timbal elevados sobre el resto y frente al podio parecía indicar lo contrario.