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Setas en el mar, fulas por el monte

Setas en el mar, fulas por el monte

Ignoro qué escribiría hoy Salvador Sagaseta si hubiera de dedicarle uno de sus legendarios huevos de oro al poeta que protagoniza esta edición del Día de las Letras Canarias. El próximo 29 de junio se cumplirán 50 años del cándido y funesto día en que aquel cronista precoz, entonces un estudiante de Instituto de 17 años, destacaba en su sección fija de este periódico los versos de su Consejo de paz, que ya habían superado la censura, y así y todo, le costó, tras la sentencia final del siguiente año, dos años de cárceles y un largo exilio y una herida de lógico resentimiento incurable.

Aunque hay testimonios del hondo pesar solidario y perplejo de Lezcano, y hubo, inclusive, poco antes de su muerte, una emotiva ceremonia de reconciliación, me consta que aquel cruento episodio acució la peculiar aversión que Sagaseta sentía hacia los poetas (entre otros gremios) más o menos consagrados.

En libres entendederas del razonable precepto del clásico, "Creed en la poesía pero no creáis en los poetas", el cronista de Los cascos a la jineta agregaba, con su ingenio proverbial: "Los poetas son unos chiquillajes presumidos, que no saben salir a la calle si no es de la mano de sus madres...".

En el caso de Pedro Lezcano Montalvo (Madrid, 1920 - Las Palmas de Gran Canaria, 2002) no sólo sería un imposible, pues, como es sabido, perdió a su madre en el momento mismo del parto; sino que, además, y acaso por ello, tenía un temple independiente y autogestionario, con los pies muy en la tierra (y hasta en el mar, dada su afición al submarinismo), como a pocos poetas les he conocido.

"Los celos son la osamenta del amor", recuerdo que me espetó muy pronto el titular de la entrevista aquella mañana del verano de 1982, con la máquina en funcionamiento.

Estábamos en la última sede de la Imprenta Lezcano, en la calle Ángel Guimerá, en el barrio de Arenales, en Las Palmas, bajo la mirada atenta de sus dos monos: el que él mismo llevaba puesto para faenar y el que correteaba a sus anchas por la estancia con holgada cadena, de nombre Manolito, un alma cándida que te regalaba caramelos sin pestañear. Lezcano era un hombre culto y de comparecencia descreída, sobre todo muy desmitificador.

Para entonces, parecía todavía desinteresado con el ejercicio de la política, y, recién publicada La maleta, recuerdo que me sorprendió el contraste entre la nostalgia a raudales de sus versos, junto al ímpetu de llamamiento a las barricadas en algunos de ellos, y una cierta contención sesuda de hombre cerebral.

No de otro modo podía llegar a ser el maestro de ajedrecistas que era; ni llegar a sacar de las entrañas del agua, como hizo en cierta ocasión, un escualo de cien kilos de peso... Con una maleta en la mano, pensé, no se puede recorrer la "belleza en llamas" de los fondos marinos, que tanto frecuentó, con aletas y bombona a las espaldas, y que hasta le hicieron inventarse unas gafas submarinas con lentes para miopes...

Micólogo empedernido también, además de submarinista (como quien ante el célebre dilema de campo o playa elige las dos cosas a la vez), su poesía tiene mucho de setas en el mar y fulas por el monte, capturadas desde una sólo aparente improvisación...

Pese a sus torrenciales impulsos de rapsoda civil, es significativo que, frente a la mayoría de los poetas adscritos a esta tendencia, jamás utilizara el verso libre, pues siempre movió sus piezas dentro de los métricos tableros.

En sus años juveniles en Madrid, Pedro Lezcano consiguió el imposible de ser afín, a la vez, a los garcilasistas y a los desarraigados. Publicó poemas en los órganos de ambos "bandos", la revista Garcilaso, de José García Nieto, y la leonesa Espadaña, de Victoriano Crémer y Eugenio de Nora. Por fortuna, tras una etapa inicial, que le sirvió para proveerse de recursos formales, se retiró del tren en vía muerta que constituyó la primera tendencia.

Por fortuna -digo-, Lezcano dejó de juntarse con la orientación del jefe de filas de los garcilasistas, de quien, a causa del acartonamiento de sus versos -tras la sorprendente obtención del premio Cervantes-, llegó a proclamarse en algunos mentideros madrileños: "Y aquí llegan los sonetos / de don José García Nieto: / Peso bruto, veinte kilos; / veinte gramos, peso neto...".

En cambio, su persistencia en el desarraigo le permitió, por fortuna también, cultivar uno de los filones del Lezcano más valioso, muchas veces eclipsado por la gran acogida de su inmediata invocación social: la evocación existencial, la hondura humanística y filosófica... esos quiebros, justamente, de fula por el monte, o de seta que de pronto brota en el mar de su poesía...

En efecto, así como T. S. Eliot señaló con buen tino que, en cada generación de poetas, hay "cantores" y "cantantes", Lezcano representa un caso inaudito de ser a la vez las dos cosas. Por eso, en su poesía, mucho más importante que La maleta, es lo que ésta trae dentro, muchas veces, en su doble fondo, de contrabando.

La poética del que se traba pensando, por ejemplo: "Por el humo se sabe, por el fuego, / dónde arden las ideas...". No la poesía del que empuja al agua al lector -me temo que, a menudo, más celebrada-, sino la del que le convida, por ejemplo, a descubrir la orilla playera, bajo los pies, "alfombrada de senos por la brisa".

La de quien, ante la inmediatez emotiva de su perro recién muerto, logra reparar en "sus dedos grises como guijarros blandos...".

Ojalá que el tributo del Día de las Letras Canarias sirva para, una vez cantada -por qué no-, abrir del todo la maleta de Lezcano. Apreciar, bajo la imprenta a todo meter en que trabajaba, la auténtica impronta Lezcano. Entre el mono azul del poeta y el mono Manolito que me regalaba caramelos, advertir la "belleza en llamas de la rosa" (del lenguaje).

No contentarse solo con la rápida ovación, por ejemplo, de invocarle a la rosa: "Algún día serás nuestra canción primera / cuando hayas florecido en todas las ventanas"; sino, por el camino, ver en la rosa el tránsito de la rosa: "Pura, encendida rosa (?) Rosa pura, hoguera sin mudanza...". Apercibirnos detenidamente, en fin, de sus setas en el mar y sus fulas por el monte. "Los celos son la osamenta del amor", me hizo rápido jaque en aquella entrevista. Muchas gracias, señor Lezcano.

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