Esta semana, el Ballet de Moscú traerá una de las indiscutibles obras clásicas del género a cinco escenarios de las Islas. Se trata de Giselle, el ballet protagonizado por esa muchacha candorosa de frágil salud con una irrenunciable pasión por bailar. Quien llevado por la curiosidad se haya hecho con un librito como el escrito tan oportunamente por la historiadora Ana Abad Carles, y haya avanzado en su lectura al menos hasta el capítulo cinco, podría muy bien ilusionarse pensando que los miembros de esta compañía rusa que de nuevo nos visita, son los descendientes de aquellos bailarines y coreógrafos petersburgueses que preservaron para las generaciones futuras las mejores obras del ballet romántico.

Mientras la compañía dirigida por Timur Faizyev recala en cuatro de las Islas, otras versiones de este ballet estarán siendo representadas o se estarán gestando en teatros y salas de ensayo de diferentes capitales del mundo. Como prueba de la vitalidad de Giselle dentro del repertorio clásico, desde su estreno en París en el verano de 1841, podemos traer a colación la nueva versión que estrenará a comienzos del próximo otoño el English National Ballet. Su creador es nada menos que Akram Khan, a quien vimos el pasado mes de diciembre sobre el escenario del Teatro Cuyás. La directora de esta compañía londinense, la bailarina española Tamara Rojo, explica que propuso a Akram Khan que diera forma a su propia visión de Giselle cuando se dio cuenta de que este bailarín de origen bengalí a menudo explora en sus coreografías esos dos mundos en los que vive la protagonista, el mundo real de su aldea natal y el intangible más allá.

Giselle fue una obra creada para una bailarina, Carlota Grisi. Ella había llegado a París de la mano de Jules Perrot, creador junto a Jean Coralli de la coreografía del ballet. Esta italiana logró ocupar en poco tiempo el vacío dejado por dos compañeras de profesión, María Taglioni y Fanny Elssler, gracias a su capacidad para encarnar las mejores cualidades de los estilos de ambas, que eran, según los testimonios de la época, tan contrapuestos como los dos elementos de la mencionada dualidad romántica que opone lo sensual a lo espiritual. Como estas dos artistas, Carlotta Grisi también gozaría y sufriría los efectos de ese culto idealista a la ballerina que llega hasta nuestros días y que en su tiempo las convirtió en pioneras de la temible cultura de la celebridad. Su primer estreno ante la burguesía parisina que llenaba el teatro de la calle Le Peletier se produjo solo diez años después de que María Taglioni cruzara ese mismo escenario sobre sus puntas, como si flotase, vestida con la falda larga y vaporosa de tul que hoy conocemos como tutú romántico y arropada por la luz tenue de las lámparas de gas, ante un auditorio que gracias a este adelanto técnico ya podía quedar a oscuras durante las representaciones. Aún hoy, después de tantas décadas, el hechizo de esta especial forma de arte perdura y justifica el escalofriante número de zapatillas que cada año son cosidad con mimo para los bailarines del Royal Ballet londinense.

Si hoy sabemos cómo bailaba Carlotta Grisi es gracias a a los artículos escritos por Théophile Gautier, coautor del libretto del ballet y rendido admirador suyo. Su gran acierto dramático fue conectar el mundo irreal de las wilis con la bucólica vida cotidiana de una aldea alemana animada por valses de la tierra. Lo hizo disponiendo que fuera una misma bailarina la que habitara los dos mundos y desarrollase, por tanto, esa dualidad romántica. Giselle nos pide que estemos dispuestos a ser sentimentales. Seámoslo o no, la verdad es que no hay tanta diferencia entre nosotros y aquellos hombres y mujeres de hace dos siglos para quienes los sentimientos debían ser reivindicados mediante personajes que podían morir de amor; y que después elegían perdonar, porque, como le gusta explicara a la bailarina Natalia Makarova, esto es lo que siempre elige el eterno femenino.