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Cine 'El libro de la selva'

El pequeño salvaje

El pequeño salvaje

"Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería desprenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas". Así comienza El libro de la selva de Rudyard Kipling, una de esas obras que marcan un antes y un después en la literatura infantil y juvenil, traducida a todas las lenguas del mundo y llevada a la pantalla en numerosas ocasiones, siendo la más popular la versión de Disney, dirigida por Wolfgang Reitherman en 1967. Fue la última película que supervisó Walt Disney, quien murió en diciembre de 1966 sin ver el resultado final de la que hoy es considerada su obra maestra.

La adaptación que ahora nos ocupa, realizada por Jon Favreau, se podría decir que está más basada en la película de Reitherman, que forma ya parte de mi niñez (recuerdo con especial emoción la canción Lo más vital), que en la obra de Kipling. De cualquier forma, El libro de la selva sigue siendo capaz de emocionar al espectador más avezado con las aventuras de Mowgli, el pequeño salvaje que es adoptado por una familia de lobos que lo protegen y lo integran en su manada. Durante un tiempo, Mowgli vivirá acosado por la sombra de Shere Khan, el tigre que quiere devorarle. Pero, además de con su manada, Mowgli contará con la ayuda del oso Baloo y la pantera Bagheera que le enseñarán a sobrevivir por sí mismo en la selva.

En El libro de la selva, Favreau hace lo que debe hacer al enfrentarse a esta historia no de una forma convencional, sino elevándola a la categoría de mito a través de una puesta en escena que devuelve a los desprestigiados efectos especiales por ordenador la categoría de primera figura del lenguaje cinematográfico. Todo lo que cuenta la película, además de conocido, es sencillo y diáfano, ingenuo en ocasiones. Por eso su mayor punto de interés (también el más discutible) es el aparatoso despliegue visual de su narrativa, que en muchos momentos se limita a adornar su argumento, pero en otros presenta soluciones estéticas llamativas, gracias sobre todo a la maravillosa fotografía de Bill Pope, conocido por su trabajo en la trilogía Matrix.

Quizás lo más difícil en una película de gran envergadura técnica como El libro de la selva, donde el equipo de producción lo componen cientos de personas y departamentos de arte, de diseño, de efectos digitales, de doblaje, de esto y de aquello, es conseguir la sensación de cohesión necesaria para que la mirada del espectador no sea importunada por nada. Y teniendo en cuenta la variadísima procedencia de los elementos que componen una obra de este género, mantener el espíritu unitario es también una cuestión de magia. Una magia de la que muy pocas películas pueden presumir. El libro de la selva es una de ellas.

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