Un parque de Carabanchel, un tablero desdibujado, piezas negras contra blancas y dos genios solitarios, ante un testigo silencioso, que emulan aquel duelo mundial de ajedrez en un verano lluvioso de 1972, Fischer contra Spassky, en la capital islandesa. Pero en la obra Reikiavik, el nuevo jaque mate de Juan Mayorga, se libran muchas batallas, porque en este tablero se juega a la partida de la vida. Nominada a tres premios Max en las categorías principales, este celebradísimo desafío quijotesco, segunda aventura de Mayorga en la dirección, recala en el Teatro Cuyás, en la capital grancanaria, los próximos 20 y 21 de mayo.

Alrededor de los escaques, los actores Daniel Albaladejo y César Sarachu bordan aquella leyenda ajedrecista que paralizó el mundo, en plena Guerra Fría, con el movimiento de un alfil. Lo hacen en la piel de Bailén y Waterloo, dos desconocidos que toman sus nombres de dos derrotas napoleónicas y que, unidos y separados por los fantasmas de un tablero, se miran en el espejo de las casillas blanquinegras. Y a su lado, un "muchacho", a quien da vida la actriz Elena Rayos, completa la jugada maestra donde una partida cotidiana se convierte no sólo en metáfora del conflicto bélico, sino de las pasiones y huidas humanas.

"En Reikiavik hablamos de ajedrez, pero quizás sea la excusa para hablar de muchas más cosas", apunta Elena Rayos. "Por eso, Reikiavik es mucho más que una obra sobre ajedrez, porque habla de la soledad de dos perdedores, de la Guerra Fría, del comunismo, del capitalismo, del juego teatral, de teatro dentro del teatro, de la necesidad de vivir la vida de otros y, en definitiva, de la esencia del ser humano". El muchacho que encarna Rayos se sitúa en las coordenadas de este mapa social, histórico y escénico cuando, en su rumbo a un examen final, se queda embebido en el ritual de dos hombres que juegan a recrear el torneo de 1972. "Mi personaje se queda fascinado ante estos hombres, que no sabe si son reales, o si están locos. Así que me quedo como espectador privilegiado y, de vez en cuando, me van dejando participar e introducir alguna variante", señala Rayos. "Poco a poco, me voy enganchando con ellos y me voy sumergiendo en esa historia fascinante que me cuentan, mientras ellos mismos se desdoblan en distintos personajes".

En la piel de Waterloo, mitad del tándem ajedrecista a este lado de los peones, el actor César Sarachu explica que "los dos protagonistas tienen la costumbre de revivir aquel campeonato mundial, pero el porqué lo hacen es una variable muy abierta, que en la obra no se explica; por el contrario, se deja mucho margen abierto a la interpretación del espectador".

"Reikiavik es, ante todo, un espectáculo de muchas capas", apunta Sarachu. "La capa exterior es la más inmediata, que es la reconstrucción de aquel torneo mundial y la representación de los distintos personajes que intervinieron". "Pero la historia se va deshojando en capas más profundas porque Bailén y Waterloo, junto con el muchacho, también tienen que explicarse lo que están haciendo, por qué están allí, por qué no usan sus nombres reales, y a qué se debe la elección de vivir la vida de otras personas", manifiesta.

Por esta razón, el actor sostiene que "los personajes y las situaciones de esta obra son interminables, y la cantidad de espacio que queda para la imaginación del espectador, para encontrar simbolismos y significados, es enorme". Al fin y al cabo, "el simbolismo del ajedrez es enorme", concede Sarachu. Así lo ilustran los más insignes y variados ejemplos en la literatura o en el cine, como El séptimo sello, de Ingmar Bergman, o Novela de ajedrez, de Stefan Zweig. "Todo este simbolismo se traslada a los personajes de Reikiavik", añade el actor. "Y sus distintas capas van revelando una parte histórica, otra filosófica, otra dramática, que tiene como resultado una obra muy, muy rica".

Así, mientras Fischer y Spassky encarnan la tensión entre dos sistemas, dos personalidades, dos miradas antagónicas en torno a la configuración del mundo, el personaje del muchacho, como espectador, redondea la partida con sus interrogantes. "El personaje de Elena Rayos tiene significados muy diferentes", apunta Sarachu. "Por ejemplo, hay gente que ha visto en el personaje del muchacho la representación del espectador, que sigue en directo lo que está ocurriendo en el escenario; o incluso, hay gente que se ha planteado si no es el propio autor en escena, que escribe y observa el desarrollo de su obra". "Creo que son todas estas posibilidades lo que convierten esta obra en una gran obra", afirma. "Nosotros, a día de hoy, aún seguimos encontrando nuevas lecturas cuando volvemos a interpretarla". "Y es la manera de escribir de Juan lo que abre tantos espacios para que el lector vuelque sus fantasías".

Para Mayorga, quien concentra sus vertientes matemática y teatral en un solo texto, este es su segundo ejercicio como director, que resuelve en la metáfora del ajedrez porque "este arte, como la vida misma, consiste en memoria e imaginación". "Creo que Juan Mayorga es el dramaturgo del siglo XXI", afirma Rayos. "Su maestría hace posible que cada persona descubra en la obra una capa diferente, como hemos visto en los coloquios que hacemos después de las funciones". "También creo que los tres personajes ayudamos a que la dramaturgia de esta función sea aún más redonda si cabe", añade. "Creo que, por su grandeza, Reikiavik se seguirá representando durante mucho tiempo con otros actores y que cada uno le dará su punto de vista, pero siento, al mismo tiempo, que lo que conseguimos los tres en esta aventura es algo muy especial".

Por su parte, Sarachu defiende que "aunque es una obra difícil para los actores, por la cantidad de personajes que recorre, también es una obra exigente para el espectador, pero eso debe ser positivo". "Creo que es bueno que el espectador se lance a ver obras más exigentes, que le impliquen, que activen sus resortes y le embarquen de una manera activa", concluye. En definitiva, que el teatro, como el ajedrez, brinde a un tiempo pensamiento, reto y diversión.