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El estío musical de Ámsterdam (3)

Sweelink y Van Gogh, de genio a genio

Además de las piezas del neurótico genial, están presentes muchos otros originales de artistas coetáneos y de sus escasos amigos P Contemplar tanta belleza, lírica a veces y otras salvaje, es una experiencia que hay que vivir

Sweelink y Van Gogh, de genio a genio

Castigando los pies en el Dam, centro de la ciudad antigua al que desaguan las riadas turísticas, admiramos por fuera edificios monumentales como el Palacio Real, la Magna Plaza (hoy travestida de centro comercial), la iglesia de San Nicolás y, muy cerca, la suntuosa Estación Central. Neoclásico y neogótico se reparten los estilos dominantes, con sabrosas incursiones modernistas y art-deco. Merodeando en torno a la Iglesia Nueva, donde tienen lugar las ceremonias reales (coronaciones y bodas), percibimos los ecos de su enorme órgano. Entramos justo a tiempo de escuchar el final del concierto con música de Jan Pieterszoon Sweelink (1562/1621), el más grande de los compositores holandeses en la transición del Renacimiento al Barroco, seguidor de Frescobaldi y precursor de Bach en el arte del contrapunto. Llamado “el Orfeo de Amsterdam”, creó la potente Escuela Neerlandesa de Organo e impulsó la gran tradicìón del norte de Alemania. Esta matinèe de un día laborable cualquiera fue nuestro primer contacto con el genius loci del país, que aún habría de pasar, naturalmente, por Rembrandt, Vermeer y Van Gogh. La belleza de la música convive allí con el “shop” de libros, estampas y souvenirs instalado en una de las naves del templo. El comercio no es en Ámsterdam una actividad mundana, sino el rito consolidado por varios siglos de fructífera laicidad, tan legítima en el templo como en la calle.

El gran shock

Comenzamos por Van Gogh en el Barrio de los Museos. Una estructura moderna -a la manera de la pirámide del Louvre- se acopla a la sede erigida por el sobrino del artista. El conjunto desarrolla uno de los conceptos museísticos más inteligentes y didácticos de cuantos conocemos. Bien se sabe que no está allí todo Van Gogh, pero la colección deslumbra. Además de las piezas del neurótico genial, creadas vertiginosamente en los últimos diez años de su joven y atormentada vida (más de 200 pinturas, 437 dibujos y 31 grabados), están presentes muchos otros originales de artistas coetáneos (impresionistas y postimpresionistas) y de sus escasos amigos. Las cartas manuscritas a todos, y en particular a su hermano Theo -unas en holandés, otras en francés- explican muchos porqués y desvelan el sentido de los resultados. El fondo documental es muy rico. Grandes gráficos murales resumen la genealogía de la persona y la del artista. Son cuatro las plantas dedicadas a su obra y entorno, pero la “cero”, subterránea, es la más turbadora: “Cayendo en la locura. La enfermedad de Van Gogh” es el enunciado de la muestra temporal allí instalada hasta finales de septiembre. Detalla sus depresiones, las entradas voluntarias y las salidas de los sanatorios del Mediodía francés, las referencias al psiquiatra en quien confió, Felix Rey, el internamiento final en el hospital de Saint-Remy, la muerte... Todo es emocionante y, por encima de todo, los últimos cuadros: El jardín del Asilo, oscura imagen de la soledad absoluta, y el que cierra su obra en 1890, Las raices, maraña de troncos y ramas pintada dos días antes del suicidio. Ya es pura abstracción.

Contemplar tanta belleza, lírica a veces y otras salvaje, es una experiencia que hay que vivir. La serie de autorretratos refleja el rápido envejecimiento (tan solo cumplió 37 años) y la progresiva subjetividad de la mirada. Un esplendoroso ramo de girasoles (de los cinco que pintó) se une en las cuatro plantas a los paisajes que estallan de vida en el movimiento de las pinceladas y el dinamismo del color. Los campos arden al sol meridional, los retratos de amigos calan hondo más allá de los ojos. La famosa y reiterada “casa amarilla” donde vivió y el interior con su dormirtorio y enseres, recuerdan el gusto íntimo y cotidiano de su antecesor del siglo XVII, Johannes Vermeer. La celebérrima Callejuela de éste encuentra su réplica mejor en los paisajes urbanos de Arlés que conoció y pintó Van Gogh. Algunas vitrinas permiten ver el anverso y el reverso de ciertas pinturas, ocupado éste por los ensayos academicistas que despreciaría más tarde para reutilizar los lienzos en las urgencias de una creatividad compulsiva.

La afluencia de admiradores de todas las edades es torrencial. Nadie exige silencio ni prohibe las fotos de amateurs, generalmente selfies con pinturas al fondo. Advertidos de ello, reservamos desde España el día y la hora de nuestra visita. Las reservas son para 75 minutos pero se prolongan lo que cada cual desea, sin injerencias de vigilante alguno. La sacudida estética y emocional del mundo de Van Gogh no se extingue al salir de su museo. Uno se promete volver cuantas veces sea posible, para procesar la digestión de las muchas capas significantes de este arte genial. Ya en el exterior, hay que sentarse donde haya lugar, un banco o el duro suelo, para volver a la realidad. Y elegir después cualquiera de los miles de chiringuitos de la ciudad para almorzar bien y barato mientras los comentarios entre amigas y amigos describen y contrastan las sensaciones. Así es, sin literatura ni retórica que valgan.

Hermanas Naughton

Por la noche nos espera en el Concertgebouw la Orquesta Filarmónica de Holanda, otra anfitriona de altura. Ocupa el podio el primer premio del reputado concurso de dirección londinense Donatella Flick en 2010, Clemens Schuldt, alemán de 34 años. Y son solistas las Hermanas Naughton, Cristina y Michelle, vivo retrato de las Labeque de hace 30 años. Son norteamericanas de Princeton y debutaron en 2008, después de formarse en el Curtis Institute y la Juilliard de Nueva York. Tocan divinamente el Mozart KV 365 para dos pianos y orquesta. Alegres y vitalistas, consiguen a la perfección el perlé mozartiano en impecable diálogo de propuestas y respuestas. Muy aplaudidas, sus tacones les aconsejan no subir y bajar la olímpica escalera en cada salida ante el público. Finalmente tocan a cuatro manos un bis jazzístico y enloquecido, divertidísmo, que suena a Gershwin.

El maestro abrió programa con la solemne y shakespeariana obertura Coriolano de Beethoven y lo cerró con la maravillosa Sinfonía Renana, la más épica y narrativa de las cuatro que nos dejó Schumann. Versión excelente, que apenas aplaudimos por no perder la hora de reserva para cenar en una brasserie francesa. La “clavada” castigó nuestro precipitado abandono del Concertgebouw sin hacer justicia a los intérpretes...

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