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Dylan, sin mirar atrás

La concesión del premio Nobel de Literatura a Bob Dylan es una ocasión excepcional para adentrarse en su compleja personalidad y dilatada trayectoria

Bob Dylan es una celebridad, un personaje que fue creando Robert Zimmerman a lo largo de los años sesenta desde su Duluth natal al centro del mundo, que se encontraba en Nueva York. Como un okie, y con Woody Guthrie como inspiración, el tren del folk le llevó al Greenwich Village, barrio donde intelectuales y bohemios imaginaban una alternativa a la conformista american way of life. Allí llegó a reinar con himnos como Master of war, señalando a los señores cuyo negocio es la guerra; Times they are a changing, reclamando paso a nuevos tiempos, y, sobre todo, Blowin' in the wind, hoy cantada en las iglesias españolas con letras poco afortunadas y al servicio de la eucaristía. Canciones que eran preguntas que no esperaban respuesta, brindis a un sol que bruñía a unos y ensombrecía a los más.

El éxito de The Beatles en Norteamérica, la aplicación de las fórmulas pop a sus canciones por The Byrds -que colocaron Mr. Tambourine man en la cima de las listas Billboard-, su contacto en la Factory de arte que Andy Warhol tenía en el 231de la calle 47 con la crema artística del momento y su viaje a Inglaterra en 1965 le permitieron imaginar una música popular que conjugase las dos variables: textos legibles por la sociedad en que vivía y música amplificada con que llegar a grandes audiencias. Así maduró el rock and roll, al ritmo que los adolescentes dejaban las high school y el rock no reducía su espacio a los bailes de fin de semana, mientras el folk sacaba su mensaje de los garitos minoritarios del Village y los herederos de ambos mundos reunieron los textos de Dylan y los hallazgos de los de Liverpool. El nuevo monstruo se hizo carne en masivas concentraciones: ensayo en Monterrey, delirio sobre el barro en Woodstock, clasicismo en Wight y desconcierto, y cierre por defunción, en Altamont.

La actualidad trabaja con un sentido irónico y siempre sorprende su oportunidad: el reconocimiento a su trabajo que supone el premio Nobel de Literatura llega años después de la reedición de Don't look back, la película que Pennebaker filmó durante la gira de Inglaterra de 1965 y tras el homenaje que firmó Martin Scorsese en forma de documental, No direction home, en el que descubría cómo se gestó la electrificación de la palabra y como Highway 61 revisited, primero, y el inmenso Blonde on blonde, después, tenían una intensidad y cargaban el peso poético a una velocidad que el hallazgo fue dando volteretas, incontrolado, y acabó en la cuneta junto a la motocicleta con la que se partió el cuello en un sendero de Woodstock, igual que los Beatles salieron del Sgt Peppers rumbo a la India a meditar y regresaron separados con el, aún increíble, White album, y los Rolling Stones, que, a fuerza de convocar la oscuridad y el lado canalla, lograron atraer a Lucifer y Altamont acabó en tragedia, en la misma ninguna parte a donde llegaron Jim Morrison, Jimy Hendrix, Janis Joplin o Brian Jones.

Bob Dylan radiografió poéticamente ese contradictorio mundo que predicaba el amor en San Francisco y bombardeaba Vietnam, que tomaba el sol y surfeaba en un lado del Pacífico mientras moría en el otro bajo el desgarrador The end de Jim Morrison y The Doors y del himno americano interpretado por Jimy Hendrix. Pero la sociedad estaba sonada (Rainy day women # 12 & 35), las chicas no daban la talla, "besa, habla y hace el amor como una mujer. Pero se derrumba como una cría" (Just like a woman) y, abandonadas por el glamour y el brillo de la publicidad, se volvían "invisibles, nadie, sin sitio donde ir, como un canto rodado" al albur de la corriente (Like a rolling stone). Y todo quedaba en palabras porque, una vez más, no había respuestas: "Todo está bien, solo lloro, solo estoy sangrando" (It's all right ma, I'm only bleeding).

La popularidad de Bob Dylan llegó a España en 1975 de la mano de Desire, con canciones de redención encabezadas por la reivindicación de la inocencia del boxeador Huracán Carter. Inició una gira, un circo ambulante donde cada día colaboraban los que estaban en la ciudad de paso de la Rolling Thunder Revue o se subían a la caravana. Roger McGuinn, Mick Jonson, Joni Mitchell, Ramblin' Jack Elliott, Joan Baez, el poeta Ginsberg... Una película, Ronaldo y Clara, por él escrita y dirigida, mostraba su mundo y a él con una sucesión de caretas, de personajes que se alternan hasta hacer desaparecer al gigante Dylan y convertirlo en un fantasma, un estandarte, una marca musical. Por el hueco se colaba Zimmerman, que se independizaba.

¿Quién era Dylan? ¿El cantautor de Freewheelin coreado por los izquierdistas de Newport tras el banjo de Pete Seeger o el que recibía broncas de unos y aplausos de otros por amplificar su guitarra en compañía de Robbie Roberston y Al Kooper? ¿El que se retiró a una granja de Woodstock a tener hijos y en el sótano escribió con The Band canciones ásperas vestidas con la tradición pionera que le llevarían a publicar el austero y profundo John Wesley Harding o el que se fue a Nashville e, impostando la voz, grabó con Johnny Cash y músicos de estudio canciones de amor y las versiones de un Self Portrait desmitificador? ¿Es el que purgó los fantasmas de su separación matrimonial en el desnudo, íntimo y estremecedor Blood on the tracks en un estudio de Nueva York o el que vagó por América en 1975 gritando más que cantando sus emblemas e iniciando una práctica que ya no abandonará: dar la vuelta del revés a sus canciones hasta hacerlas irreconocibles y, como el vagabundo que nunca dejó de ser desde que salió de Minnesota, seguir en la carretera en una gira sin final?

Pero los personajes no han hecho más que aflorar: el Dylan católico que dedica tres discos a confeccionar un rock gospel, que da sermones y logra dejar a sus devotos perplejos. Escuchados con la distancia que dan mas de veinte años, han de reconocerse los méritos de Show train coming, y no solamente por la producción de un Mark Knopfler que reinaba en el swing de aquellos años; el Dylan que se rodea de bandas emblemáticas a las que somete con su carisma, su improvisadora y caprichosa dirección -contaba Jerry García que Dylan no ensaya y que los temas comienzan cuando él arranca y finalizan cuando él lo marca, que se limitaban a seguirle-. The Band, los Heartbreakers de Tom Petty o The Grateful Dead son algunos de ellos. El Dylan que entiende por respeto a la audiencia no ofrecerles otra cosa que música, nada de bailes, contoneos o saludos. Como único gesto su gusto por los sombreros, de la chistera de los años sesenta al Stetson de fieltro que frecuenta ahora. Claro que hace tres años, en Sevilla, gastó uno cordobés. En fin, el Dylan que lleva dos décadas pasando medio año en la carretera en su Never Ending Tour, desgastando su voz, dándoles vueltas a sus canciones hasta costar identificarlas, exasperando a sus seguidores perdidos en la inexpresión de la esfinge.

¿Cuál, en este baile de máscaras, es Dylan? ¿El novelista que en Tarántula seguía a su verbo ácido al ritmo en que sus dedos tecleaban una vieja Underwood o el memorialista clásico del primer volumen de Crónicas que utiliza el género autobiográfico para reinventarse? ¿Es el actor inexpresivo de las convencionales Anónimos con Penélope Cruz y Corazones de fuego con Fiona Flanegan o el asustadizo personaje que Sam Pekinpah le dio en Pat Garret and Billy the Kid, muy realistamente llamado Alias, el que, habiendo cambiado tantas veces de nombre, ya no recuerda el suyo, no es nadie después de haber sido tantos? ¿Es el que se pasó los años noventa sin escribir canciones por no tener qué decir y sólo facturando dos discos con una guitarra de palo y temas tradicionales, o el que celebra su 50.º cumpleaños rodeado de iconos del rock en una fiesta transmitida vía satélite a todo el mundo?

La compleja personalidad del reciente premio Nobel de Literatura hace de su clasificación y encasillamiento una tarea reductora de conformismo inútil, y pelar la cebolla de sus personajes una labor contradictoria y apasionante. Es, simultáneamente, el huraño que desaparece y va a su bola, el speaker que hace un programa semanal de radio, el Theme Time Radio, en un canal meteorológico; pero también quien acepta ser doctor honoris causa por la Universidad de Princeton en 1970 y, acto seguido, se niega a sí mismo en Day of locust (en New morning), el que en unas de sus innumerables piruetas se declara hebreo y a continuación canta ante un Juan Pablo II tembloroso y enfermo Knockin' on heavens door, el que escribe que "el patriotismo es el último reducto de los canallas" en Sweetheart like you (en Infidels) y actúa en la toma de posesión de un Bill Clinton que semanas después invadía la minúscula isla de Granada.

Tuvimos la suerte de que la Fundación Príncipe de Asturias fuera tan abierta en 2007 al reconocer como modelo a personas que, como Bob Dylan, expresan su perplejidad y dudas en forma de preguntas con un lenguaje poético. Siendo sus premios un referente internacional, tal vez este reconocimiento desde una comunidad hispanoparlante ayudara a consolidar la propuesta, ya antigua, de incluirlo en la nómina de los Nobel de Literatura.

Personaje polémico, compositor único, intérprete imprevisible, Bob Dylan es una figura compleja, llena de aristas como la realidad que nos refleja tras su lectura. En su interminable gira ha pasado en multitud de ocasiones por España. Este invierno se le espera en la Academia Sueca, en Estocolmo, y estos ojos darían cualquier cosa por verlo moverse entre la pamplina social que mueven estos premios, coger su diploma e irse sin mirar atrás a la próxima actuación de la gira.

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